martes, 2 de agosto de 2011

In Abuelus Esófagus


Hay gente que no le hace caso a la vida, que no la usan para nada. La dejan tirada en cualquier esquina o simplemente le dan la espalda como si fuese un hierro viejo y desgastado. Así se la pasa aquel señor. Ese que veo a diario cuando mamá me envía a comprar el pan. Cada día observo lo mismo, siempre sentado en la misma mesita del rincón, bebiendo sorbo a sorbo un café que parece interminable y al mismo tiempo, leyendo el periódico que por lo menos debe aprenderse de memoria. Lo digo por las hartas horas que pasa con los ojos plasmados entre las páginas. Y esa cara de hastío, de pesar profundo, cara de resignación, de que nadie le espera, ni le busca. Es un asco vivir así, yo quiero vivir a pleno, por eso me meto en líos, por eso a la abuela le dan esos ataques horrorosos que me dejan tieso como un palo. La última vez casi se traga la caja de dientes del berrinche que armó, suerte que  el tío Chano, esposo de mi tía Berenice,   estaba presente  y le abrió la boca como  hacen los domadores de leones en el circo para poder sacarle el artefacto atorado en la garganta. Claro que  sentí culpa, no fue fácil ver a abuela con la piel color verde aceituna y  los ojos brotados. Y su cara con gesto latoso recordándome a diario la tragedia de la caja de dientes in abuelus esofagus. Las cosas que hago son simples travesuras, soy un niño, solo tengo ocho años, es lo lógico ¿no?.
Lo que hizo que mi abuela se atragantara con sus propios dientes, o más bien, con los confeccionados a la medida por el dentista, fue el suceso de  la Casa abandonada. Desde el primer momento que la descubrí llamó poderosamente  mi atención. Es grande, las paredes internas están gastadas por los años y  la cubre una espesa capa vegetal. No tiene ventanas, solo están los huecos, pero si una puerta enorme, pesada, de esos portones inmensos que dan la impresión de que, si en algún momento se abren, saldrá cualquier personaje sacado de un cuento de horror.
Legué a la Casa abandonada por casualidad. Un día, al salir de la escuela, decidí ir en busca de algunos mangos para llevárselos a mamá, a ella le encantan los mangos. Me metí entre unos copiosos matorrales tratando de encontrar árboles cargados. Y allí, en medio de un jardín disecado con  árboles secos y enormes, que más bien parecían garras de vieja, de una bruja huesuda, alcancé a ver la formidable estructura. Llené mis pulmones de aire tratando de hincharme de valor  y decidí aproximarme, me moría del miedo, porque aunque no creo en fantasmas, o no creía, bueno…ya no estoy tan seguro, la curiosidad, en la mayoría de los casos, me vence. Avanzaba mientras secaba  de mis manos el sudor frió sobre mis pantalones y  tratando de domar un corazón que parecía salírseme del pecho. Traspasé aquel  jardín disecado y entre a la casa  por uno de los huecos de las ventanas. No alcancé a verla por completo, recorrí solo la planta baja y rapidísimo, tratando de asegurar mi salida con vida. Si tuve tiempo para observar unas velas derretidas en una esquina junto a un par  de botellas vacías. No sería el lugar de mi elección para un picnic, pensé.
Nadie supo de mi descubrimiento, no quería que me impidieran volver, quería tener la libertad de acercarme cuando quisiera pues sabía que esa casa era especial y había muchas cosas fantásticas por descubrir. Y tenía razón, algo descomunal  ocurrió en mi segunda visita. Ese día espere que cayera la tarde y empaqué en mi mochila una linterna y un cuchillo de cortar pan, por si las moscas. Al aproximarme a la casa noté una pequeña luz que titilaba desde adentro, quizás la misma persona que había dejado las botellas que ví en mi primera visita estaba de visita en la casa, pensé. Me acerqué lentamente, procurando no pisar las hojas secas desparramadas por todo el jardín, suavecito para evitar  que el ruido delatara mi presencia. Mientras avanzaba, comencé a ver sombras de  siluetas extrañas, parecían monstruos sacados de un cuento de mitología, se dibujaba sobre la pared, la sombra de un cuerpo con dos cabezas y no se cuantos brazos y piernas. Parecía la cabeza de medusa. El horror se apodero de mí y mis piernas volvieron a funcionar cuando de repente la criatura comenzó a emitir sonidos estruendosos, alaridos de bestia, gemidos chasqueantes como si estuviese devorando algún animal. Corrí hacía mi casa como un loco, nunca había corrido tan rápido.
 Esa noche… mojé mis pantalones y no los ensucié de milagro. Obviamente no pude dormir, lo que había visto, lo que había oído, era terrible. Si, estaba seguro de que  existían  las criaturas maléficas y para colmo, muy cerca de mi casa.
Espere unos días antes de lanzarme nuevamente a la casa, no es que me creyera muy  valiente, sino que la atracción, la curiosidad que sentía vencía el temor. Contaba las horas para volver a meter las narices, solo las narices, en aquella casa, y al poco tiempo volví.  Al llegar encontré un movimiento similar al del día aquel, lucecitas vagas en el interior de la casa, sombras haladas  de siluetas sinuosas proyectándose  en la pared, sin embargo todo estaba en silencio, apenas se escuchaba la respiración del animal. Me acerqué, tenía que verle al menos la cola.
Estaba a unos metros del hueco de la ventana que resultaba alto para mi tamaño. Ni siquiera en puntas podía ver hacia dentro como quería, sólo alcanzaba a ver una parte de la sombra del monstruo reflejada en el techo, me dió la impresión de que el monstruo estaba acostado  en el piso. De repente vi la cabeza del tío Chano alzarse sobre el marco de la ventana. Estaba agitado, sudoroso con los ojos clavados en la bestia, que no lograba ver, pero suponía estaba en el suelo. El tío parecía luchar contra el monstruo con fuerza y decidido a dominarlo. Estaba atónito, no podía creer que  mi tío, el que consideraba aburrido y desabrido,  se convertía en héroe ante mis ojos! La mejor parte fue cuando oí la voz de mi mamá en medio de la lucha, no decía nada preciso o al menos no pude entender, pero definitivamente daba apoyo a mi tío Chano, le decía que siguiera, que no parara y que si,si,si y si. Cuanto me sorprendí aquella noche, mi mamá y el tío contra la bestia! Salí corriendo del lugar, si me veían me mataban, me linchaban a mi junto con la bestia. Si me encontraban, seguro de que  ni siquiera iban a poder  escuchar cuan orgulloso estaba de ellos.
Al otro día, en la hora del almuerzo, no pude resistir más, las palabras se me amontonaban en la boca y decidí contar a la familia todo  lo que había experimentado, les dije a mamá y al tío, con los ojos humedecidos por la  satisfacción, el orgullo que sentí al verlos luchar contra aquella bestia. La valentía de mi tío, sus expresiones, su mirada, la fuerza con la cual domaba a la criatura. Y mi mamá, apoyando al tío, ayudándolo con entereza, dándole ánimo y diciéndole que si, que lo hiciera, que no parara. Si, grite a los cuatro vientos lo feliz que me sentía de pertenecer a esa familia.
A mi tía Berenice parece que esos temas la llenan de espanto porque gritó fuerte mientras se cubría la cara con las manos, fue ese el momento en que a mi abuela se le atoró la caja, pobrecita viejita! Sin embargo mamá y el tío Chano parecían sorprendidos de mi relato pero asumieron una actitud estoica, firme, los ojos si parecían salirse un poquito  de las cuencas, pero solo eso. Además, para coronar a mi tío aun más, en ese justo momento salvo a mi abuela y le sacó el artefacto de la garganta.

 Yo que pensaba que mi familia era como el señor de la panadería, que equivocado estaba!

Por la Culpa de un Beso.


Lo conoció en el gimnasio, se llamaba Alfonso y era de nacionalidad española. Desde que lo vio por primera vez se le entumecieron las neuronas. Y no faltaba más, verlo era todo un espectáculo, aquel hombre parecía sacado de un anuncio publicitario de Ralph Lauren. Alto, delgado, con la piel dorada y los ojos grises, todo un adonis. Era imposible no echarle un vistazo, hasta los hombres ofrecían su mirada de inspección para después sugerir con comentarios desinteresados que muy probable era homosexual.
En el ambiente del gym, mi amiga, Teresa, se convirtió en la más fiel admiradora de aquel físico apoteósico. La belleza de Alfonso resaltaba entre los demás hombres como pavo real en medio de un chiquero de marranos. No porque el resto de los hombres no pudieran sacar uno que otro voto dentro de aquella  sociedad admiradora de los lindos,  sino porque el muchacho realmente era espectacular y no existía competencia.
Cuando hablábamos por teléfono no faltaba el comentario sobre Alfonso, podíamos estar conversando sobre la reproducción de la iguana (por nombrar un tema) y siempre terminaba mezclándose el español entre las palabras. De esa forma me enteré de que era actor, su pasatiempo favorito era levantar pesas y había llegado al país unos meses atrás para participar en el casting de una telenovela en la cual fue escogido para  un papel secundario y cuando terminó la filmación decidió establecerse  en el país,  pues según el, estaba enamorado de la gente de la isla.
 Teresa y el  comenzaron a saludarse y pronto se encontraron charlando en medio de una clase de spining. La falta de aire y los goterones de sudor no impidieron que mi amiga mantuviera una conversación armoniosa a pesar de que su condición física no era precisamente la de Anna Kournikova.  Cuando sintió la lengua pesando dos quintales y la saliva arenosa, tomó un sorbito de agua y reanudó la conversación con cara de atleta inagotable.
Teresa atravesaba por un periodo exitoso dentro de su profesión. Era periodista y en aquel momento se desenvolvía  como editora en una de las revistas más importantes y leídas en el país. Tenía 35 años de edad y entre la carrera, el master, los idiomas, el trabajo y  los viajes había postergado la idea del casamiento, error garrafal para una isleña rodeada de agua por todas partes. Aquí, si no te casas antes de los 25 años, en el momento menos esperado y oportuno, se acercan para darte el pésame con una tristeza tal en el rostro que preferirías tener cáncer.   Ya Teresa había superado la pena unánime reservada a las solteronas y en general se sentía feliz. Le gustaba la libertad de no dar cuentas a nadie por sus acciones, de dejar la ropa interior tirada en el suelo y todas esas cositas de las que disfrutan los solteros. Por supuesto, eso no la eximía  del  deseo de conocer a aquel que la hiciera bailar la bamba, la zamba o lo que sea. Con gusto haría el intercambio entre aquella libertad solitaria y el encuentro de un compañero, del indicado. Había tenido relaciones con algunos hombres invisibles, de esos que ni huella dejan y otros que le quitaron el sueño para finalmente dejarla  desparramada en llanto. Cuando apareció el español en su vida, estaba sumergida en el  trabajo y la idea de tener pareja le parecía una visión brumosa. Obviamente no había tenido suerte en las relaciones amorosas y llegó a pensar que lo mejor era prescindir de ellas. Dejar a un lado ese aspecto de la vida y seguir llenando sus días y horas de incontables actividades. Todo muy bien si pudieras programarte, darle a un botón y dejar de sentir, que la piel no te exija a gritos el contacto ni sientas las caderas abrirse como una orquídea salvaje y húmeda. Ese, es otro tema.
Desde que conoció al fulano   y el tema de sus cruces de palabras  y miradas llegaba continuamente a nuestra conversación, sabía que cupido  le había pinchado una nalga dejándola prendada de  su hechizo, era solo cuestión de tiempo. El enamoramiento le brotaba por los poros. Detrás de esa pose intelectual, de esa estampa de mujer segura, yo, su amiga de toda la vida, veía a una adolescente en plena actuación de Los Chamos, aquel grupo de niños venezolanos que tantas lágrimas y gritos ensordecedores nos arrancaron cuando apenas teníamos trece años. Cuando hablaba de el los ojos le brillaban, los pómulos se le encendían, no paraba de mover el pie de  la pierna cruzada y  la arropaba un calor repentino mientras yo, en casi posición fetal, me cubría con doble frazada sobre el sofá y buscaba con ojos desorbitados el mantel de la mesa para también echármelo encima.

-Teresa, no me engañas, te estas enamorando  del español.- le dije.
- ¿Enamorando? Ni hablar, solo me gusta ¿Y a quien no? Dime… ¿A que mujer  no le gustaría Alfonso? Sólo a una ciega. Respondió.-

Y era cierto, a cualquier mujer vidente le gustaría aquel tipo, pero Teresa se estaba enamorando de el y yo sabía (también ella, aunque muy en el fondo) que el español  era un Ken. El  exitoso novio de la Barbie, soltero, codiciado y de plástico. Típico Gigoló que además se involucra con otras muñecas que son  copias exactas de la Barbie pero con otro color de pelo. Alfonso era muy diferente a lo que ella particularmente buscaba en un hombre. No cabía en mi cabeza que Teresa diera tanta importancia a lo físico y lo que es aun peor que se enamorara de alguien solo por esa cualidad. Si, lo reconozco, el tipo se las trae, pero básicamente es solo eso. No había podido nombrarme ni una cualidad más que llamara su atención. Se resumía a eso, un Ken.

 -Teresa, no es mas  una cara linda con aserrín en la cabeza, unas nalgas de acero con aserrín en la cabeza, un cuerpo escultural con aserrín en la cabeza, aserrín, aserrín, aserrín! – le decía agitando las manos como para que me escuchara mejor –
- No te preocupes, no pienso enredarme con el aserrín, solo me divierto nada más. Tu tranquila, sabes que no puedo mantenerme al lado de un hombre que no me satisfaga intelectualmente. Es sólo un juego, una pasión adolescente y pasajera, ya veras.-

Pasó un mes de miraditas seductoras, ronroneos disfrazados de palabras,  roces inadvertidos de las manos. Era tanto lo que me contaba que en  una ocasión no aguante más y me colé en el gimnasio para ahogar la curiosidad. Me coloqué en  un rinconcito inadvertido, detrás de unas matas de palma  y pude verlos conversar. El encaramado en un aparato enorme y negro al cual parecía dominar a la perfección dejando escapar de entre sus pantaloncitos cortos y camiseta unos músculos esculturales que danzaban al ritmo de sus movimientos. Teresa, por otro lado, estaba a su lado sobre una máquina en la que daba pasos altos, como si estuviese subiendo escalones y, mientras lo hacía, batía las nalgas de un lado a otro al compás de la música que retumbaba los espacios de todo el lugar. La sonrisa del español parecía un piano, pero sin las negras, se le veían hasta los molares. Pensé en un anuncio de pasta dental que había visto hace poco. Ella abanicaba las pestañas y parloteaba y reía y una nalga aquí, la otra allá. En definitiva me pareció que disfrutaban lo poco que decían o lo poco que la música les permitía decir.

Poco tiempo después de mi visita incógnita por el gimnasio Teresa se apareció en casa ataviada con ropa deportiva, el corazón galopándole en el pecho y la  boca temblorosa congestionada de palabras. Alfonso, el español, se había empeñado en escoltarla a su vehículo y  en un momento que le pareció una eternidad,  acercó su boca a la de ella deteniéndose lo suficiente como para que pudiera sentir sus labios entreabiertos y su respiración tibia acariciando la comisura de su boca. Después se  retiró con lentitud, dejándole su mejor sonrisa y un  - Hasta luego, ¿Vale?- que le sonó a gloria.

El roce de aquel beso terminó de destruir las pocas neuronas que quedaban en la cabeza de Teresa. Aseguraba que aquel beso era la señal esperada, el signo de que las cosas se conducían  por buen camino, el ademán que sugería el paso de la relación hacia un segundo nivel. Según Teresa, el ¿hastaluegovale?  Que utilizó Alfonso como  despedida,  sugería  una cita esa misma noche, la cita que sellaría la unión de los dos. Los humanos podemos llegar a ser tan tontos. Podemos inventarnos el romance más calido y coronar como rey o reina de nuestro corazón a una persona que acabamos de conocer. Lo hacemos porque tenemos necesidades, vacíos  que nos urge llenar. Entonces pensamos, ¿Por que no? Pero como estamos atrofiados por la pasión cualquier respuesta a esa pregunta, o cualquier otra relacionada con el tema sólo obtendrá respuestas igualmente dañadas, nunca estarán ni remotamente cerca de la realidad. Teresa cayó en las garras de este mal, tan dulce en sus comienzos y tan macabro al final. Mi amiga estaba soñando con pajaritos en el aire, obviamente estaba infectada y el sentido común estaba notablemente atrofiado. Traté de hacerle ver las cosas bajo un nivel práctico, real. Le dije que los españoles utilizan esa expresión muy a menudo y  que quizás tenia más de un significado. Y con relación al beso, le dije que no debía de confirmar nada por algo tan simple. Los tiempos han cambiado, ya los besos no son indicadores de que te has convertido en la novia del muchacho. Los besos de esta época  tienen un sin fin de designios y como ni ella ni yo sabemos interpretarlos y mucho menos sabíamos  que se proponía el español  con aquel besito, le dije que era mejor dejar que el mismo se lo hiciera saber. No me escuchó, me pareció que estaba hablando con la pared.  Mi amiga Teresa, mujer de una seguridad en si misma digna de admiración, comenzó a titubear y a dar pasitos nerviosos de un lado a otro preguntándose en voz alta que se iba a poner, como se iba a maquillar y pidiendo recomendaciones de atuendo. La miraba estupefacta preguntándome que le había pasado a mi amiga.  ¿Adonde rayos esta histérica adolescente con cara de mujer madura, ojos desorbitados y vocecita gritona,  había enterrado a mi Teresa?  Se fue de casa sin despedirse, apurada por todos los preparativos Priore Amore que tenía por resolver dejándome con la boca más abierta que una ventana de doble hoja. Pobrecita, pensaba que era el comienzo de una excitante y devastadora historia de amor, pero fue el fin.

La mañana siguiente llegó a casa con los ojos hinchados, la nariz pelada y una caja de pañuelos desechables debajo del brazo. Alfonso no la había llamado.  Ella trató de contactarlo una y otra vez sin éxito dejando una docena de mensajes en la máquina contestadora de su apartamento. Estaba destrozada, aniquilada. Le quité de las manos el auricular convenciéndola de que era preciso esperar un poco y dejar que el respondiera a la infinidad de mensajes que con voz melancólica en algunos casos y dramática en otros, había dejado grabados. Pero Teresa estaba fuera de si y tardó un par de horas y tres infusiones de té de manzanilla para que descansara. Finalmente durmió por varias horas.

Alfonso no llamó, no apareció por el gimnasio, parecía haberse esfumado de la faz de la tierra. Mientras tanto Teresa se dedicó a llamar (en estado de convulsión)  a todos los hospitales del país, las cárceles y las morgues temiendo lo peor. Demás esta aclarar que no estaba en ninguna de las listas.

Días después apareció en el gimnasio fresco como una lechuga envuelto en su aura de modelo Vogue. Bastó con mirarlo algunos segundos para que Teresa se diera cuenta de que al figurín  no le había pasado nada, al contrario, se veía más fabuloso que nunca. Se acercó a Teresa con aquella sonrisa de media luna y le dio un beso en la mejilla para luego repetir el maldito ¿hastaluegovale? que había confundido (según Teresa) las pretensiones de aquel día. Y se fue muy campante a dominar su monstruo elíptico o como se llame aquel aparato. Pero ella no asumió la realidad que se desencadenaba. Su disco duro no asimilaba que ella  no le interesaba para nada, que si en algún momento el español coqueteó con la idea de tener algo con ella (que particularmente no creo pero me someto al beneficio de la duda) se había esfumado cuando le abarrotó la máquina contestadora con aquella montaña  de mensajes ridículos. Al contrario, Teresa  siguió descendiendo en el camino de la indignidad. Trató  por todos los medios de comunicarse con el vía  teléfono inventándose un ademán de excusas sin base  para  llamar su atención, a lo que el hacía caso omiso.

 Alfonso evitaba su presencia, esquivaba su mirada y no es una actitud de juzgar, mi amiga estaba concretamente desquiciada. Un espectáculo realmente deplorable. Es increíble lo que estamos dispuestos a mentirnos frente a la pasión que no es más que un cuento creado por nosotros mismos. Un cuento que alimentamos día a día, momento a momento, para que luego nos devore sin piedad. Nos volvemos creativos inventando historias que mermen la realidad, que alimenten un sueño que se escapa inexorable como agua entre los dedos.  Aguantamos  en demasía, hasta lo más insólito. De repente, a veces a tiempo, otras ya muy tarde, comienza a pasar el efecto de la locura y los sentidos vuelven otra vez a ubicarse entre los rieles de la razón. Llega el momento de la terrible  caída, ese abismo en espiral que nos absorbe sumiéndonos  en un sentimiento de desamor que te carcome los huesos y te deja hecha añicos. Ahhh…. ¿Y como olvidarnos de  la vergüenza? ¿De las preguntas sin respuestas? Se hace presente  esa vocecilla martilladora  que te revienta el cerebro de tanto repetirse ¿Como pude caer en algo tan bajo? ¿Como pude arrastrarme por el piso de esa forma? Regresó la mujer analítica, profunda, intelectual y quería destrozar a puñetazos a esa chica estúpida y tarada que había ocupado su espacio, a esa adolescente enamorada e irracional en la que se había convertido. Una mezcla de indignación y la tristeza más profunda se apoderaron de Teresa. Deambuló sin sentido por semanas apretando los puños para contener la ira que sentía con ella misma. Finalmente un día se levantó de otro ánimo, dijo que había sido una boba, una inconsciente, que tenía mucho trabajo atrasado y que no iba a permitir que el eco de su  error y un  mequetrefe  continuaran ocasionándole malos ratos. Así salió de la unidad de cuidados intensivos para descorazonados.

Ayer Teresa fue al gimnasio y allí estaba  Alfonso. Cuando lo vio sintió como le bailaban mariposas en el estomago, aunque esta vez no estaba segura si eran  vestigios del enamoramiento, producto de la vergüenza o letargos de la rabia. Quizás todos los sentimientos a la vez. Pensó en desviarse del camino, hacerse de la vista gorda, pero prefirió encarar la situación.  Ya había cometido muchas niñadas y quedado como una desquiciada ante sus ojos. Contó hasta diez y llenando  sus pulmones de aire  se  acercó  procurando lucir relajada y serena. Lo saludó con un beso amable  en la mejilla  y siguió su camino dando por terminado el encuentro  y cerrada la  posibilidad de entablar conversación. Teresa  miró hacia atrás y le dijo: - ¿Hastaluegovale?-

François Rupert



Y seguiré mi ruta, logrando sendas nuevas.
Rompiendo mil escollos con la esperanza a cuesta.
Una fuerza brutal de mi materia prima,
 cubierta de universo, llena de luz y sombra,
Desgarrara una puerta.
Y la casa encendida dará la bienvenida a mi parte más pura.

Rosa Suazo




Ni siquiera él recordaba cuantos años habían pasado desde que abandonara Jacmel, su pueblo natal, en el sur de Haití. Temiendo que su familia muriera de hambre, una mañana, François Rupert abandonó su empobrecida aldea con sus dos pequeños hijos al hombro y su mujer detrás, y se echó al camino buscando la frontera. Un día le llevó recorrer los 30 kilómetros que los separaban del otro lado de la isla donde la vida era, incluso, más dura, pero al menos había trabajo y jornal. Un día comiendo lo que apareciera, apenas nada, siempre vigilante a los peligros que esconden los caminos, descansando de vez en cuando, y otro día más tardó en pasar con su familia, monte a través, cuidando de no ser visto.
Cuando finalmente cruzó la frontera, aspiro profundo. Pensó que Bonyé le había dado una segunda oportunidad y no pensaba desperdiciarla. Con ayuda de un viejo amigo encontró un espacio en el que guarecerse él y su familia, comida para recuperarse y caña que picar en un ingenio. El trabajo era duro y hasta los bueyes bufaban su fatiga. François, sin embargo, nunca se quejába. No había tiempo para lamentarse. Al final del día no faltaban en la paila algunos plátanos que comer y harina de maíz.

Con el paso del tiempo Francois olvido en cuantas  zafras de caña de azúcar  había trabajado, sabía que eran muchas por los callos de sus manos pero no le temía al trabajo, sólo al hambre.

Ese ano la zafra terminó antes de lo previsto, al igual que el ínfimo salario que recibía, y quedaban por delante tres meses hasta el comienzo de la próxima, y sin ninguna garantía de que se le contratara. Se hablaba de la crisis del sector, de la caída de los precios del azúcar, y cada vez rendían menos los pocos pesos que se ganaban. Pero regresar a Haití no era una  buena opción. Allá sólo les esperaba el hambre. El problema era qué hacer mientras se reiniciaba la zafra,  cómo ganarse el derecho a seguir comiendo y, aunque algunos días encontraba oficio eran más los que tenía qué acostar a sus hijos sin nada que darles. Con su mujer enferma y desesperado, un día, François, tantas veces robado en los ingenios recibiendo salarios de hambre, tantas veces robado con los vales de comida que le daban a cambio de su trabajo, tantas veces engañado  con el peso de la caña cortada, puso en práctica lo aprendido y al  pasar por el mercado del pueblo, después de haber intentado en vano encontrar un trabajo en alguna casa o comercio,  de regreso al batey, tomó un embutido de uno de los puestos y echó a correr.
Sólo de imaginar las caritas de sus hijos cuando lo vieran regresar con aquel oloroso  consuelo para sus estómagos, le crecieron alas a sus piernas y, rápidamente, dejó atrás el pueblo. A quien no dejó atrás, sin embargo, fue a una multitud enardecida que encontró en aquel ladrón el mejor estímulo para su propia estima y que, una vez le dieron alcance, lo golpearon hasta el cansancio. Un policía, finalmente, casi a rastras, se lo llevó al destacamento y lo tiró en una celda. Tres semanas después,  todavía François Rupert esperaba que alguna autoridad lo liberara y la cárcel San Ángel fuera sólo un doloroso recuerdo. Otro preso que hablaba algo de patois le había  dicho que iba  a ser conducido al despacho del mayor para conocer su caso, y que después lo dejarían en libertad. Al fin y al cabo sólo había sido un embutido, y entre los golpes que se había llevado, cuya secuela todavía se percibía en su rostro,  más la golpiza con una vara d guayaba que un policía le había dado días antes sin motivo alguno, y las tres  semanas de encierro sin saber nada de sus hijos ni de su mujer, ya había cumplido con creces la más dura sentencia que se le pudiera imponer.

Las pústulas de su pierna supuraban y tenía fiebre, además de hambre, pero confiaba en que pronto, en cualquier momento, le abrirían la puerta de la celda y él podría volver con los suyos. Recostado en una de las húmedas esquinas de aquel antro cubierto de heces, pensaba en sus hijos y se las ingeniaba para llorar sin lágrimas no fueran a contrariarse los guardias y se repitiera la paliza con la vara. Entonces escuchó su nombre y advirtió que un guardia abría la celda indicándole que saliera.

François Rupert! Levántese, el Mayor lo mandó a llamar.
-Oui, Oui mercy dominiquen, je tá en pié.

A pesar del dolor que sentía en su pierna izquierda no hubo que repetirle la orden de que se incorporara y, a saltitos, siguió a su carcelero hasta el despacho del Mayor.
Iba a ser puesto en libertad y, saberlo, no sólo le había devuelto su maltrecha salud sino incluso una extraña  mueca que sólo François sabía era una sonrisa. Desde que entró al despacho se deshizo en palabras de agradecimiento al Mayor por su comprensión y al guardia que lo agarraba del brazo.

 -  ¿Je va a salí hoy dominiquen? … Ayuda a mué dominiquen!
  - ¡Cállate maldito negro...ladrón! –le respondió el guardia.

Cuando el Mayor terminó de hablar por teléfono, dejó su humeante habano en el cenicero que tenía sobre la mesa y tras rociar  el despacho con una enlatada fragancia que puso a estornudar a François,  preguntó:

-¿Es usted François Rupert?
-Oui Gran Mesié….François Rupert.
-Me cuentan que usted cometió un robo, que trató  de escapar y que, además, ha estado dando problemas en la celda.
-Oui  Gran Mesié…Je salí hoy….Je queré ve  mon pití pa lleva
 manyé...-sonrió François ante la inminencia de su liberación.
-Cállese animal –zarandeó el guardia a Françoie- ¿No ve que está hablando el Mayor?
-Oui, oui.. merci, tres bon...Je partir pour mon maison...merci...
-Te sentencio –agregó el Mayor-  a cinco años de encierro en la celda por ladrón y a ser deportado cuando cumplas condena.
-Merci Gran Mesié…..François salí hoy......Je  ve mon pití….

Ajeno al veredicto François fue llevado nuevamente a la celda. De pie junto a la enrejada puerta y todavía sonriendo, esperaba el momento en que el guardia volviera a abrirla y él quedara en libertad. En el pequeño radio con el que el guardia entretenía la tarde daba comienzo un boletín informativo.


 –“ A las 11 de la mañana  del día de hoy fue indultado de todos  los cargos en su contra, el Sr. Luís Antonio Matos alias “ el chivo”.
El  Sr.  Matos  fue capturado hace apenas un mes, después de que el equipo especial anti-narcóticos  realizara un  allanamiento en una de las fincas de su propiedad, y hallara 1,735 kilos de cocaína,  armas de alto calibre y materiales explosivos…Más adelante les ofrecemos los detalles...

El Lápiz


Cansada y, sobre todo, irritada, entré en el cafetín en que acordáramos reunirnos. Antes de salir de casa había tratado de serenarme. No sabía de qué  quería hablar conmigo pero, conociéndolo, suponía que la razón de su urgente llamada no podía  obedecer a nada bueno y de ningún modo podía permitirme el lujo de mostrarme insegura. El tráfico, sin embargo, caótico, como todos los mediodías, me había sacado de quicio y, ahora, no encontraba cómo tranquilizarme.  La puntualidad nunca fue su fuerte y aquel día no iba a ser diferente. Ansiosa,  balanceaba mis piernas mientras  esperaba su llegada sentada en la mesa más próxima a la puerta de manera que pudiera verlo en cuanto entrara. Tomé un sorbo de la limonada  que había pedido y rebusqué instintivamente un cigarrillo en el bolso. No lo encontré y maldije el día en que decidí dejar de fumar. Exactamente hacía tres semanas que no fumaba, los mismos días que tenía sin ver a Gabriel. Por  suerte encontré un lápiz y consolé mi frustración haciéndolo girar entre mis dedos. Pasaban quince minutos de la hora convenida cuando, con su habitual parsimonia, abrió la puerta del local y se acercó a mi mesa.
- ¡Oh Gabriel,  finalmente apareces! ¿No quedamos a las dos de la tarde?
- Lo siento, ya sabes... la oficina.
- Si claro,  lo que tú  digas.

Allá estaba. Como si acabara de levantarse, con su pelo engominado y su sempiterna sonrisa de superioridad pintada encima de su ridículo bigotito de gigolo barato. Mientras tomaba asiento hizo señas al camarero y ordenó una cerveza. El lápiz seguía girando entre mis dedos poniendo al descubierto mi nerviosismo, yendo y viniendo por cada una de las hendiduras de mi mano, como si se tratara de un ejercicio largamente ensayado.

-¿Cómo estás? -preguntó con sorna.

Estuve a punto de obviar las buenas formas y clavarle mi lápiz en la sonrisa, o al menos borrársela, aprovechando que el lápiz tenía goma pero, me limité a seguir el juego de los cumplidos que vienen y van.

- Bien gracias. A tí te veo  fenomenal, ni falta hace  preguntarte como te sientes..
-Tienes razón.  La verdad es que me está yendo muy bien, mejor que nunca.

El desgraciado tuvo a bien remarcar, casi deletrearme, el “mejor que nunca” y mis dedos interrumpieron sus malabarismos con el lápiz. Lo apreté en mi mano buscándole un mejor destino hasta que me decidí a encarar a Gabriel.

- Vamos al grano... ¿Para  qué me has citado?
- Baja la guardia, vengo en son de paz, lo único que quiero es tu felicidad.

Faltó poco para que el lápiz se quebrara en mi mano y, posiblemente, a él no le pasó desapercibida mi contenida cólera. Pero mi enojo, para  no llamarlo ira, no iba con él. Era conmigo que estaba realmente molesta. ¿Cómo se me ocurrió alguna vez tener algo que ver con ese tipo?  Me llevé el lápiz a la boca y mientras Gabriel me ponía al tanto de sus inquietudes con respecto a nuestra separación, sosegué mis dientes mordisqueando la goma del lápiz. Percibía sus palabras como si fueran bofetadas y otra vez pensé borrarlas, desaparecerlas,  y llevármelo de paso a él.

- La separación –le contesté-  es un hecho y no hay vuelta atrás, en eso estamos ambos de acuerdo. Los papeles están en manos de mi abogado y nos llamará cuando estén listos para ser firmados. En cuanto a lo de la separación de  bienes, será fácil,  al fin y al cabo no hay mucho que repartir.

-Me alegra que lo entiendas así... sigues siendo tan comprensiva como siempre.

Otra vez su maldita ironía restregándome quién sabe qué mierda. Dejé de morder la goma y le entré directamente al lápiz, girándolo a  lo largo de mi boca y sacándole a cada vuelta diminutas astillitas que, para no escupirlas, opté por tragármelas.

- Mira Gabriel, lo único verdaderamente importante es Luna  y, por supuesto, se quedará conmigo.
-¡Estás loca si crees que te vas a quedar con ella!. Lo lógico es compartirla. Tengo tanto derecho a ella como tú.
- No me hables de lógica y mucho menos de derecho, Gabriel.  No eres más que un idiota. ¿Cómo crees que voy a dejar a  Luna contigo? Ni lo sueñes. Tú no sabes  ni donde  tienes la cabeza. Ni  los fines de semana te  lo voy a permitir.

Me daba cuenta de que me faltaba aplomo, serenidad. Y lo terminé de confirmar cuando, finalmente me corté con alguna astilla del lápiz, pero no me inmuté y seguí masticando madera y sangre con algunos sorbos de limón.

- Contigo no se puede hablar, eres una histérica.

Era más de lo que estaba dispuesta a oír y el lápiz se me quebró entre los dientes. Me quedé con los dos extremos del lápiz colgando de las comisuras de mi boca mientras mis ojos lo fulminaban con extrema generosidad. Quizás porque entendió el mensaje, dio por terminada la entrevista y se incorporó con ese aire de perdonavidas que asumía cada vez que se sabía sin razón.

Desde la puerta, antes de salir, para no irse de vacío supongo, todavía se volvió.

-Por mi no hay problema... quédate con la perra si eso es lo que quieres... ya me compraré otra.


Entonces respiré aliviada, guardé las dos mitades del lápiz en mi bolso y llamé al camarero.

-Tráigame una cajetilla de cigarrillos, por  favor…  y la cuenta.



La Muñeca


Dudo que en el futuro, por más generoso que se muestre conmigo, vaya a poder disfrutar de unos Reyes Magos más espléndidos que los que me visitaron a mis ocho años.
Y no sólo lo dudo por la credibilidad que durante estos años he ido perdiendo en los más entrañables y populares magos que hemos creado, sino porque, en verdad, pocas veces he llegado a sentirme tan feliz como en aquella noche de Reyes, en que mi hermano  Patricio y yo nos acostamos en la habitación que compartíamos a la espera de tan deseadas majestades.
Durante más de dos horas habíamos permanecido en vela, negándonos al sueño, en la esperanza de ver aparecer los reyes. El sueño, sin embargo, pudo finalmente más que la ansiedad y acabamos por dormirnos.
Ese fue, probablemente, el momento que eligieron los tres barbudos monarcas para, acompañados de nuestros padres, irrumpir en la habitación cargados de regalos.
Además de los correspondientes útiles escolares que nunca pedíamos y jamás faltaban, dos enormes cajas envueltas en papel de regalo fueron depositadas a los pies de nuestras camas, y tiempo nos faltó a los dos para arrancar moña y papel y develar el misterio.
Patricio, un año menor que yo, sentado en la cama, quedó sin habla mientras sus manos revisaban una por una todas las piezas del flamante helicóptero rojo a control remoto con el que había venido soñando los últimos meses. Desde que lo viera anunciado por televisión nada había ambicionado tanto como aquella máquina voladora capaz de elevarse metro y medio y surcar el pasillo desde el comedor hasta la puerta del baño.
Cuando yo, finalmente, abrí el regalo con el que se me recompensaban mis sobresalientes notas, no podía dar crédito a lo que veía.
Unos ojillos color de almendra descubrieron mi asombro a través de una delgada lámina plástica. Yo exploré lentamente las perfectas facciones de su sonrosado rostro, sus manitas, sus piececitos. Acerqué mi nariz y percibí el olor a talco de bebé sobre un cuerpo fabricado de goma y rellenado de tela. Hasta me fascinó el traje crema de encaje similar a los que usan en los bautizos y que, inconforme con su denominación de origen, me animó a rebautizarla con un nombre de mi agrado.
Fifí era, lo que se dice, una muñeca moderna. Podía llorar, tomar agua en biberón y hasta mojar sus pañales. A su lado, las otras muñecas que tenía y con las que había compartido buenos y malos ratos, muñecas que, incluso, dormían conmigo,  a las que había bañado y vestido tantas veces, perdieron en cuestión de segundos todo su encanto. Fifí era mejor que todas. Con Fifí no tenía que fingir que se orinaba  para poder limpiarla, ella era capaz de hacerlo. Tampoco tenía necesidad de simular su llanto para consolarla porque con sólo apretarle la barriguita sus quejidos se oían hasta en la calle. Fifí relegó inmediatamente a todas las demás muñecas a la parte superior del armario que, entonces, operaba como almacén de desechos.
Con el paso de los días Fifí se convirtió en una extensión de mi persona y, como si fuera mi sombra, allá donde yo fuera, ella venía conmigo. La arrullaba en mi regazo, le cantaba canciones de cuna, le contaba cuentos para mejor dormirla, le daba de comer, la bañaba, le cambiaba los pañales... A pesar de mis ocho años, cuidaba de mi pequeña con más mimo y diligencia  de las que algunos padres acostumbran en el cuidado de sus hijos.
Fifí pasó a convertirse en mi hija, mi hermana, mi confidente. Supongo que no ignoraba que Fifí era una deliciosa mentira que yo había urdido, pero era tanta la ternura que me provocaba que el sólo hecho de imaginarla real conformaba mi engaño.
Y así fue que dejaron de interesarme, además de las demás muñecas, otros compañeros de juegos, especialmente, mi hermano Patricio, cuya compañía ya no me resultaba tan divertida.

-¿Vienes al parque? ¡Ya comenzaron a jugar “la latica”! –insistía mi hermano.
-Ahora no puedo. ¿No ves que estoy dándole el biberón a Fifí? Está muerta del hambre.
-¡No le estás dando nada, idiota, las muñecas no comen!
-¡Pues mira tú que esta sí, y no te metas en mis cosas, menso,  déjame en paz.

¿Cómo iba a ir a jugar al parque? Fifí dependía de mí, ni siquiera tenía, como los demás niños, un papá. No, yo no me podía dar el lujo de andar correteando por ahí mientras Fifí quedaba en casa, sola y desamparada, sin nadie que escuchara su llanto, que aliviara sus penas. Bastante sacrificio me representaba tener que dejarla sola en casa las horas de colegio como para, además, abandonarla en la tarde por estar dando brincos con mi hermano.
-Van a pensar que estás loca –insistió mi hermano.
-Pues anda y díselo a tu abuela, maldito enano. ¿De verdad te piensas que voy a dejar sola a Fifí por jugar contigo? Sueña carajito.
-Sigue ahí entonces, con ese bulto de trapos, que cuando quieras jugar conmigo entonces yo no te voy a hacer caso.
-¡Y a mi qué, necio!

Una tarde, a la vuelta del colegio, no encontré a Fifí sobre mi cama  y un extraño presentimiento me condujo a la carrera hacia la cocina. Confiaba en que mi madre iba a poder darme una cumplida respuesta a mi inquietud,  pero algo me detuvo por el pasillo.

Cabeza abajo, rota, con sus tripas desparramadas por el pasillo, yacía muerta Fifí. Mi llanto, incontenible, alertó a mi madre, a mi tía de visita en la casa, a los vecinos de al lado, a los de más allá, al dueño del colmado de la esquina, a una patrulla de la Policía que pasaba por la avenida...
Mi madre, sin saber cómo reaccionar, decidió hacer causa común conmigo y llorar también. Mientras yo, inconsolable, abrazaba los restos de Fifí. Mi tía, luego de tratar sin éxito de reanimar a Fifí practicándole, incluso, el boca a boca, la trasladó de urgencia a la mesa de operaciones y tras una meritoria intervención quirúrgica  sin anestesia pudo, minutos más tarde, restituirle las tripas a su estómago y abrirle de nuevo los ojos.

Me la entregó entusiasmada, a la espera, supongo, de alguna reacción alentadora  por mi parte. Tras un rápido examen, sin embargo, volví a deshacerme en llanto. Los ojos almendra de Fifí seguían mirándome pero ya no me veían. Eran los ojos más tristes y sin vida que recuerdo. Ya no podía llorar. Y si me empeñaba en que Fifí tomara su biberón se le enchumbaba la tripa de agua y no había pañal que contuviera semejante desacato.
Para colmo, una terrible cicatriz le cruzaba el torso verticalmente dándole un aspecto siniestro. Mi tía se había llevado una muñeca y me había devuelto un tetrapléjico.

Varios días duraron las investigaciones en torno al brutal asesinato de Fifí. Mi propia madre dirigió las investigaciones interrogando a todos los posibles implicados. Se manejó la hipótesis de los ratones como responsables del crimen. Se barajó también la posibilidad de que hubiera sido un gato vecino, y hasta el perro de casa fue investigado pero nunca confié demasiado en semejantes pesquisas,  porque ni el vecino tenía gato ni nosotros perro. La investigación fue languideciendo con el paso del tiempo y, poco a poco, yo también fui superando el trauma.

Hasta que, un día, otra nueva tragedia nos conmovió a todos. El helicóptero rojo de mi hermano había aparecido destrozado, casualmente, en el mismo pasillo en que se encontrara el cadáver de Fifí. Según las investigaciones que, como ya era costumbre, estuvieron a cargo de  mi madre, elementos antisociales se habían introducido en la casa furtivamente y habían estrellado contra la pared del pasillo aquel modernísimo helicóptero. En la pared del pasillo eran visibles las marcas de pintura roja que provocara el aparato al chocar violentamente, así como sus hélices rotas en el suelo junto al rotor de cola.
Tres días con sus noches lloró mi hermano la pérdida de su helicóptero hasta que, felizmente, superó la tragedia vivida y volvió a interesarse en otros juegos.

-¿Sigues triste manita? –me preguntó una de esas tardes.
-Ya no tanto... ¿y tú, sigues triste por lo del helicóptero?
-Más o menos...
-Seguro que el que saboteó tu helicóptero fue el mismo que mató a Fifí...
-Seguro. ¿Vienes al parque a jugar?
-Vamos.



La Agonía de los Sueños


Tú no puedes saber
Por que en la ruta de la tierra mojada de silencios
No fuiste entrelazando tus manos con las mías
Imposible viajero,
Tu sonrisa era gris y tu mirada fría.

Rosa Suazo




No me dolía la memoria. Muy al contrario, recordar era, posiblemente, el único ejercicio capaz de confirmarme que alguna vez estuve viva, y sólo cuando rememoraba mis días y rehabilitaba todas mis noches muertas, ponía freno a ansiedades y temores.
Lo que no podía era soñar. Prefería morir despierta y, hoy, cuando las horas se me clavan en las sienes y revienta mi asustada cabeza, el solo hecho de volver a él y enredarme en su sombra, cautiva de sus ojos,  se me antoja deliciosamente enfermizo y  fatal.


Todo ocurrió cuando aún estaba viva, cuando mi vida no era este encierro que ahora peno y mi cuerpo podía sentir y transpirar y estremecerse, cuando soñar no me estaba prohibido.
 Aquella mañana  había acudido a una agencia  en busca de trabajo y sentada en un enorme sofá de piel, espantosamente amarillo,  esperaba que el empleado reparase en mi persona y me atendiera. Entonces lo ví, y todavía sigo sin entender qué me llamó la atención en aquel hombre común, de apariencia común y comunes maneras, pero lo cierto es que, desde que nuestras miradas se cruzaron y él se acodó en el mostrador esperando su turno,  todo lo demás dejó de tener importancia para mí. Ni siquiera el posible trabajo que me ofreciera el empleado de la oficina, empeñado ahora en que yo le prestara atención a él, podía competir con la atracción que ejercía sobre mí el desconocido.
Habían desaparecido los muebles, las personas, las palabras, sólo él y yo existíamos. El sudor empañó mis caderas, mis manos, los surcos de mis ingles. Diminutas gotas de adrenalina cosquilleaban mi nuca deslizándose  hasta la base de mi espalda.  Sólo  imaginar que fueran sus dedos los que hicieran posible el recorrido de las gotas me dejaba sin aire. Un inexplicable deseo de tocarlo, de sentirlo, era la causa de aquella hormonal lucha.  Me aparté del mostrador sin prestar atención a las voces del desconcertado empleado y traté, ni sé cómo, de controlar mis impulsos, de sosegar aquel incendio que asomaba entre mis piernas. Cuando vi los baños me puse a salvo. Sabía que era un recurso momentáneo pero, al menos me sirvió para refrescarme y creer que ponía orden en mis ideas. Al salir, él ya no estaba, se había ido.
No saber quien era el misterioso desconocido  no me inquietaba tanto como volver a experimentar sensaciones que creía limitadas a la que fuera mi adolescencia y que, de más está decir, ya hacía bastantes años había quedado atrás. Decidí achacar a mi apasionado carácter, casi desmedido, mi repentino retorno a los 15 años no obstante ser consciente de que, ni siquiera entonces, se había manifestado de tan orgánica manera.
Al margen de mi natural preocupación por aquel arrebato, en alguien que, como yo, no estaba dispuesta a renunciar a su cordura, me inquietaba lo sucedido y, aún más, pensar que, acaso, nunca volviera a verlo.
Aquel estallido de sensaciones me resultaba deleitosamente nuevo y aprovechaba mis ratos a solas para evocarlo, para reproducir aquel encuentro una y otra vez, sin obviar ningún detalle hasta que salía del baño de la oficina de empleo y, con pesar, descubría que él ya no estaba. Entonces, rebobinaba mis recuerdos y volvía a pasar la cinta.
 Días más tarde ya no me bastaron mis recuerdos. Necesitaba más, aquel encuentro no era suficiente. Descubrir de improviso sus ojos no calmaba mi ansiedad, quería tocarlo, que me tocara. Lentamente, todos mis sueños fueron llenándose con la presencia de aquel desconocido y no había noche en que no nos perdiéramos los dos por cualquiera de las fantasías que el subconsciente reserva a los audaces. Así fuimos intimando, conociéndonos. Arropados por el sueño, ambos descubríamos  nuestros gustos afines, nuestros comunes intereses, coqueteábamos y, aunque no siempre, los sueños más agradecidos se transformaban algunas gloriosas noches en orgásmicos jadeos que envolvían mis oídos y mi boca de cumplidos deseos, de infinito placer.


Debí parar entonces, ponerle freno a aquella locura que ya empezaba a sospechar habría de hacerme daño, pero no lo hice y, poco a poco, los sueños ganaron su batalla a la razón. El deseo crecía, se tornaba obsesivo y, finalmente, un día decidí salir a buscarlo. Sabía   que estaba perdiendo el control completamente  pero no me importaba y,  en su búsqueda, pasé semanas escudriñando la ciudad. Regresé a la misma oficina en donde lo encontrara la primera vez, me senté en todas las plazas, entré y salí de bares, de iglesias,  hasta que, cuando ya empezaba a temer que él estuviera de paso en la ciudad o que se hubiera embarcado tal vez a Filipinas, una noche, a la puerta de un teatro, el destino me lo volvió a poner delante.
 Clavé mis ojos en él,  me aferré a su rostro, a su boca, como si temiera que fuera una visión y desapareciera antes de que pudiera hacerlo mío. Más tarde supuse que a él no le había pasado desapercibida mi desesperación y que, probablemente por ello, algo conturbado, como si yo lo hubiera llamado por su nombre, después de tratar de adivinar en mi rostro algún recuerdo pendiente que justificara mi osado descaro, cruzó a mi lado sosteniendo mi mirada, rozó con su hombro mi estupor, dejándome al pasar un asombrado “Hola”, y se alejó muy despacio a mis espaldas. Yo sólo sentía sus pasos, cada vez más de vagos, más perdidos, pero no fui capaz de seguirlo, de darme la vuelta. Sentía pánico, náuseas. Sabía que, probablemente, no iba a tener otra oportunidad, que nunca más íbamos a volver a encontrarnos, pero mi alma parecía que ya no quería saber de mí, que presa de sus pasos había partido con él y yo quedé en la acera, inerme, sin sentido, desolada. No sé cuanto tiempo estuve allí, no sé si, acaso, todavía sigo a las puertas de aquel teatro maldiciéndome por no haber reaccionado, por no haber sido capaz de asir mi sueño.


Esa noche  recreé  aquel fugaz encuentro para fijar en mi memoria hasta los ecos de sus pasos condenándome al olvido y guardarlos conmigo para siempre. Y soñé con él, con nosotros, y la excitación otra vez traspasó la frontera de la razón. El mordía mi lengua, mis senos, me tragaba entera, y cuando me vomitaba sobre la cama, de nuevo reiniciaba sus caricias yendo y viniendo por mi cuerpo.
 Desperté sofocada. Apenas podía moverme. Sentía en la garganta una amarga sensación. Las articulaciones me dolían tanto que, por un momento, hasta dudé de si no habría sido real nuestra noche de amor, pero el nuevo día me tenía reservada otra sorpresa que me reveló el espejo al devolverme una imagen que no reconocía. Todo mi cuerpo estaba cubierto de heridas. Tenía moretones, arañazos, huellas de mordeduras. La sangre en mis labios me ayudó a comprender el por qué la extraña sensación en mi garganta, y tuve miedo, pavor. No podía creer lo que me había ocurrido ni encontraba explicaciones que me ayudaran a serenar mis ánimos.
En las siguientes noches se reiteraron sueños y consecuencias, sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Ya no era yo quien gobernaba mis sueños sino aquella obsesión que alguna vez fuera placentera y que ahora me estaba empezando a volver loca.
Sabía que necesitaba ayuda pero ¿a quién podría recurrir? ¿quién en su sano juicio me creería? Y tampoco estaba dispuesta a que un psiquiatra acabara diagnosticando lo que yo confirmaba noche tras noche. Sólo aspiraba a recuperar mi estado, volver a ser yo era todo lo que quería.

Traté de evitar el sueño bebiendo grandes cantidades de café, tomé infusiones que yo misma preparaba con hierbas naturales que postergaran mi reencuentro con aquel desconocido; recurrí a pastillas que me mantuvieran despierta, pero nada funcionaba e, inevitablemente, más tarde o más temprano,  terminaba por ceder al cansancio y, el sueño, siempre el mismo sueño,  repetía sus estragos en mi cuerpo, cada vez más débil, más disminuido.
Seis meses han pasado desde entonces, quizás años, supongo que ya perdí la cuenta de mis lágrimas, sin otro alivio que la penumbra en la que me refugio para que no vuelva la luz a desangrar mis ojos. He cubierto los espejos con telas para que no insistan en recordarme quién fui y en qué me he convertido y, desde que despierto, cada vez más herida y ausente, temo que vuelva el sueño y como una sombra infeliz y resignada, deambulo mis tristezas y recuerdos por esta vieja casa clausurada que ya, más que mía es de mi espectro. Hace unos días que no pruebo alimento, sólo pequeños sorbos de agua que espero reducir lo antes posible, hasta que una noche, por fin, ya no vuelva a soñar, ni vivir. 

El Ritual de Maria


El canto del gallo indicó a María el comienzo de su afanoso ritual. Llevaba 15 años cumpliéndolo  desde  el asomo del alba  sin excepción. Lentamente se incorporó de la cama, le dolían los huesos. Recordó las arcadas de estomago que le produjo el olor nauseabundo de su marido cuando entró en la habitación, apenas tres horas antes, después de una de sus acostumbradas parrandas.  Juan, su marido, había asaltado su cuerpo entre el olor a col podrida y estiércol, dejándola llena de odio y moretones. Un mar de lágrimas se apresuró a sus ojos, se mordió los labios para no estallar y un sabor a sangre invadió su boca. Lo miró con el rabillo del ojo, tendido boca arriba con aspecto de animal salvaje satisfecho. Un hilillo de saliva espesa  se derramaba  hasta su oído. Sintió  repugnancia.

Aceleró sus movimientos, se le había hecho tarde. Entró al cuarto de baño y tomó dos cubetas de agua de las diez que había cargado la noche anterior. En esa zona de la ciudad  apenas fluía  el agua por las tuberías  y el almacenamiento a diario  era imprescindible. El líquido revivió la carne entumecida, con esmero enjabonó su cuerpo deseando arrancar el olor a queso rancio que dejaba Juan como huella en su piel. Una letanía de recuerdos angustiosos se apuñaron en  su cabeza.......y en su pecho. Invocó a todos los Santos que recordaba desde niña, a la Virgen de la Altagracia (fiel patrona de su pueblo)  y al divino niño Jesús. Selló sus súplicas en auxilio, implorando la ayuda de  todos sus muertos.   Mentalmente los alineó y les preguntó a cada uno hasta cuando tendría que soportar tanta vejación. Secó su cuerpo  sin dar importancia a la firmeza de sus carnes, a  la gracia de sus curvas, a  la suavidad de su piel. La juventud se imponía entre  la amargura y el atropello.

A medio vestir se dirigió a la cocina, el aroma del café animó su estado. Comenzó a preparar la cena de ese día. Tenía que dejar todo a medio terminar para sólo  llevar los alimentos  al fuego a su regreso del trabajo. Rápidamente  preparó el desayuno de los niños y sus respectivas meriendas para el colegio. Apiló la ropa sucia, como cada martes, las separó por color y las puso en remojo con detergente. El proceso ayudaba a que la mugre se ablandara y facilitara su lavado a mano. Las manecillas del reloj trotaban animosas desafiando la agilidad de María. Nueva vez acudió a sus Santos y demás guardianes para pedirles   que el horario del agua se extendiera esa noche para poder lavar el montón de ropa que se había acumulado en la semana. Organizó  y barrió la sala.

Al entrar en  la habitación de los niños, se  iluminó su  rostro. Se acercó despacito e inclinándose  los besó con ternura. Diariamente les despertaba entre infinitas caricias y susurros de canciones. Abrieron los ojillos y se sumaron al ceremonial de su madre llenándola de mimos y sonrisas. María sintió mariposas revoloteando en su estomago. De puntillas, sin hacer ruido, los niños se levantaron de la cama. Con la ayuda de su madre se asearon y vistieron el pulcrísimo uniforme reglamentario  sin emitir sonido alguno. Sabían que cualquier movimiento en falso podría despertar a la bestia, actuaban muy cautelosamente, no deseaban otra revuelta en casa. Otra no.

Tomaban los niños el desayuno mientras terminaba María de vestirse. Frente al espejo se esfumó su mirada y aquella superficie, siempre rica en imágenes, colores y formas   le pareció un agreste desierto. En un breve instante  galopó su vida y la melancolía le arrebató el alma. Las voces de los chicos indicaron el camino de  regreso. Volvió a ver sus pupilas reflejadas en el cristal, se espantó. Antes de marcharse encendió el acostumbrado cirio a su virgencita – Si ella, la mismísima madre de Dios no la ayudaba, ¿entonces quien? Cerró la puerta.

Nueve horas más tarde María regresó a casa. Se disponía a la tarea de almacenar “el agua de cada día” cuando encontró en la bañera   el cuerpo inerte y desnudo de Juan. El hallazgo la sorprende, no entiende lo que ve; por segundos piensa que el cansancio le ha jugado una broma pesada. Aclara su vista y lo sigue viendo, no es un hechizo de Yemayá o Metresilí. .El frió invade su cuerpo, siente que  se le congelan los huesos, no puede moverse, no puede respirar.  Con asombro nota un pequeño charco de agua entre sus pies  que amenaza con evaporarse. ¿Acaso olvidó secar el suelo del baño en la premura del ritual matinal? Llevándose la mano a la frente auto-consoló la culpa sentida  pensando que el alcohol es un arma mortal, única culpable de la muerte de Juan, su alfa y su omega. Corrió hasta posicionarse frente a la imagen de su entrañable Virgen, pudo  verse reflejada en  el iris de animal disecado que adornaba el angelical rostro de cerámica de la más Santa de las mujeres. Lentamente apagó  con un ligero soplo el cirio y con gesto de complicidad sonrió.