martes, 2 de agosto de 2011

Entre la Cama y el Mosquitero.



Temblando nos abrazamos aquella tarde en silencio
Llevábamos de mil flores guirnaldas rodeadas al cuello
Al separar nuestros cuerpos
Las mil flores estrujadas por el aire se esparcieron.
Oh perfumes de las flores, Oh recuerdos.

Rosa Suazo


 Aquella  enorme cama colonial nos sirvió de testigo. Un remendado mosquitero nos cubría por las noches, como un cielo de espuma suspendido, inmóvil, flameando sobre mis ojos en la penumbra de la habitación, sólo mitigada por la débil luz de una lámpara de gas.
En aquel contraste de luces y sombras, desde que quedaba a solas,  aparecían unas extrañas siluetas deslizándose en silencio por el techo y las paredes que, conforme se apoderaban del tiempo y el espacio, adquirían formas mucho más inquietantes  a las que yo,  con mis apenas seis años, me las ingeniaba para dotarlas de más sombríos aspectos y maneras. Les creaba deformes bocas que abrían y cerraban compulsivamente llenando mis oídos tanto de susurros como de alaridos; les suponía alargadas manos provistas de interminables dedos cuyas uñas, curvas y negras, se acercaban amenazadoras a la cama a la espera del momento preciso en que rasgar mi espumoso cielo y caer sobre mi espanto.
Todas las noches confiaba en que aquel mosquitero resistiera el embate de los monstruos que mi miedo imaginaba y, saber qué nunca me había fallado era el único consuelo a mi temor. Sin embargo, siempre terminaba encontrando, a mi pesar, agujeros olvidados, por zurcir y, a través de ellos, manchas, como lunares negros, que trepaban por la colcha y, lentamente, se aproximaban a mi rostro. Al principio eran dos, quizás tres, pero cada vez que abría y cerraba los ojos sorprendía algunas manchas más, acercándose a mí, a punto de alcanzarme. Si mis manos no hubieran estado heladas tal vez habría podido defenderme, arroparme hasta desaparecer debajo de la sábana, pero ni siquiera era capaz de oír mi aterrorizado corazón, supongo que porque yo lo buscaba en el pecho y él se había refugiado en mi estómago. Una de las manchas ya había puesto sus asquerosas patas sobre uno de mis pies, casi siempre el  izquierdo, y el pavor  era tan insoportable que sentía arcadas... hasta que, finalmente, era yo, no las sombras, la que gritaba como una posesa, con todas las fuerzas que me permitía mi náusea. Entonces, el cielo de espuma, aquel mágico escudo, nuestro mosquitero,  se abría por un costado y venías a mi encuentro. Y a tu llegada, retrocedían las manchas hasta perderse al otro lado de la cama, se tornaban amables las extrañas siluetas en las paredes y hasta adquirían formas divertidas; el sol había llegado a mi cielo de espuma y, desarmado el miedo en mi semblante, agradecía tu presencia con mi mejor sonrisa. Después, sumergía mi rostro en tu pecho, siempre tibio y acolchado, como si me hundiera en una gran  montaña de algodón y encontraba en tus brazos el paraíso perdido y añorado tras aquel  fantasmal calvario. Me embriagaba tu olor a Talco Azurra. Nos abrazábamos y,  con cada una de tus caricias, mi cuerpecito se ajustaba al tuyo, llenando cualquier espacio vacío, olvidado, tan cerca de ti, tan cerca, que ninguna maldita sombra habría podido distinguirnos o separarnos. Me hablabas y tu voz jugueteaba como un duende en mis oídos.
Aquel día,  aferrada a tu cuerpo, te pedí que te quedaras que, aunque la noche y sus oscuros presagios habían desaparecido y ningún peligro acechaba nuestra cama, seguía necesitando tu alivio, la entrañable confianza de tus brazos.

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