martes, 2 de agosto de 2011

La Muñeca


Dudo que en el futuro, por más generoso que se muestre conmigo, vaya a poder disfrutar de unos Reyes Magos más espléndidos que los que me visitaron a mis ocho años.
Y no sólo lo dudo por la credibilidad que durante estos años he ido perdiendo en los más entrañables y populares magos que hemos creado, sino porque, en verdad, pocas veces he llegado a sentirme tan feliz como en aquella noche de Reyes, en que mi hermano  Patricio y yo nos acostamos en la habitación que compartíamos a la espera de tan deseadas majestades.
Durante más de dos horas habíamos permanecido en vela, negándonos al sueño, en la esperanza de ver aparecer los reyes. El sueño, sin embargo, pudo finalmente más que la ansiedad y acabamos por dormirnos.
Ese fue, probablemente, el momento que eligieron los tres barbudos monarcas para, acompañados de nuestros padres, irrumpir en la habitación cargados de regalos.
Además de los correspondientes útiles escolares que nunca pedíamos y jamás faltaban, dos enormes cajas envueltas en papel de regalo fueron depositadas a los pies de nuestras camas, y tiempo nos faltó a los dos para arrancar moña y papel y develar el misterio.
Patricio, un año menor que yo, sentado en la cama, quedó sin habla mientras sus manos revisaban una por una todas las piezas del flamante helicóptero rojo a control remoto con el que había venido soñando los últimos meses. Desde que lo viera anunciado por televisión nada había ambicionado tanto como aquella máquina voladora capaz de elevarse metro y medio y surcar el pasillo desde el comedor hasta la puerta del baño.
Cuando yo, finalmente, abrí el regalo con el que se me recompensaban mis sobresalientes notas, no podía dar crédito a lo que veía.
Unos ojillos color de almendra descubrieron mi asombro a través de una delgada lámina plástica. Yo exploré lentamente las perfectas facciones de su sonrosado rostro, sus manitas, sus piececitos. Acerqué mi nariz y percibí el olor a talco de bebé sobre un cuerpo fabricado de goma y rellenado de tela. Hasta me fascinó el traje crema de encaje similar a los que usan en los bautizos y que, inconforme con su denominación de origen, me animó a rebautizarla con un nombre de mi agrado.
Fifí era, lo que se dice, una muñeca moderna. Podía llorar, tomar agua en biberón y hasta mojar sus pañales. A su lado, las otras muñecas que tenía y con las que había compartido buenos y malos ratos, muñecas que, incluso, dormían conmigo,  a las que había bañado y vestido tantas veces, perdieron en cuestión de segundos todo su encanto. Fifí era mejor que todas. Con Fifí no tenía que fingir que se orinaba  para poder limpiarla, ella era capaz de hacerlo. Tampoco tenía necesidad de simular su llanto para consolarla porque con sólo apretarle la barriguita sus quejidos se oían hasta en la calle. Fifí relegó inmediatamente a todas las demás muñecas a la parte superior del armario que, entonces, operaba como almacén de desechos.
Con el paso de los días Fifí se convirtió en una extensión de mi persona y, como si fuera mi sombra, allá donde yo fuera, ella venía conmigo. La arrullaba en mi regazo, le cantaba canciones de cuna, le contaba cuentos para mejor dormirla, le daba de comer, la bañaba, le cambiaba los pañales... A pesar de mis ocho años, cuidaba de mi pequeña con más mimo y diligencia  de las que algunos padres acostumbran en el cuidado de sus hijos.
Fifí pasó a convertirse en mi hija, mi hermana, mi confidente. Supongo que no ignoraba que Fifí era una deliciosa mentira que yo había urdido, pero era tanta la ternura que me provocaba que el sólo hecho de imaginarla real conformaba mi engaño.
Y así fue que dejaron de interesarme, además de las demás muñecas, otros compañeros de juegos, especialmente, mi hermano Patricio, cuya compañía ya no me resultaba tan divertida.

-¿Vienes al parque? ¡Ya comenzaron a jugar “la latica”! –insistía mi hermano.
-Ahora no puedo. ¿No ves que estoy dándole el biberón a Fifí? Está muerta del hambre.
-¡No le estás dando nada, idiota, las muñecas no comen!
-¡Pues mira tú que esta sí, y no te metas en mis cosas, menso,  déjame en paz.

¿Cómo iba a ir a jugar al parque? Fifí dependía de mí, ni siquiera tenía, como los demás niños, un papá. No, yo no me podía dar el lujo de andar correteando por ahí mientras Fifí quedaba en casa, sola y desamparada, sin nadie que escuchara su llanto, que aliviara sus penas. Bastante sacrificio me representaba tener que dejarla sola en casa las horas de colegio como para, además, abandonarla en la tarde por estar dando brincos con mi hermano.
-Van a pensar que estás loca –insistió mi hermano.
-Pues anda y díselo a tu abuela, maldito enano. ¿De verdad te piensas que voy a dejar sola a Fifí por jugar contigo? Sueña carajito.
-Sigue ahí entonces, con ese bulto de trapos, que cuando quieras jugar conmigo entonces yo no te voy a hacer caso.
-¡Y a mi qué, necio!

Una tarde, a la vuelta del colegio, no encontré a Fifí sobre mi cama  y un extraño presentimiento me condujo a la carrera hacia la cocina. Confiaba en que mi madre iba a poder darme una cumplida respuesta a mi inquietud,  pero algo me detuvo por el pasillo.

Cabeza abajo, rota, con sus tripas desparramadas por el pasillo, yacía muerta Fifí. Mi llanto, incontenible, alertó a mi madre, a mi tía de visita en la casa, a los vecinos de al lado, a los de más allá, al dueño del colmado de la esquina, a una patrulla de la Policía que pasaba por la avenida...
Mi madre, sin saber cómo reaccionar, decidió hacer causa común conmigo y llorar también. Mientras yo, inconsolable, abrazaba los restos de Fifí. Mi tía, luego de tratar sin éxito de reanimar a Fifí practicándole, incluso, el boca a boca, la trasladó de urgencia a la mesa de operaciones y tras una meritoria intervención quirúrgica  sin anestesia pudo, minutos más tarde, restituirle las tripas a su estómago y abrirle de nuevo los ojos.

Me la entregó entusiasmada, a la espera, supongo, de alguna reacción alentadora  por mi parte. Tras un rápido examen, sin embargo, volví a deshacerme en llanto. Los ojos almendra de Fifí seguían mirándome pero ya no me veían. Eran los ojos más tristes y sin vida que recuerdo. Ya no podía llorar. Y si me empeñaba en que Fifí tomara su biberón se le enchumbaba la tripa de agua y no había pañal que contuviera semejante desacato.
Para colmo, una terrible cicatriz le cruzaba el torso verticalmente dándole un aspecto siniestro. Mi tía se había llevado una muñeca y me había devuelto un tetrapléjico.

Varios días duraron las investigaciones en torno al brutal asesinato de Fifí. Mi propia madre dirigió las investigaciones interrogando a todos los posibles implicados. Se manejó la hipótesis de los ratones como responsables del crimen. Se barajó también la posibilidad de que hubiera sido un gato vecino, y hasta el perro de casa fue investigado pero nunca confié demasiado en semejantes pesquisas,  porque ni el vecino tenía gato ni nosotros perro. La investigación fue languideciendo con el paso del tiempo y, poco a poco, yo también fui superando el trauma.

Hasta que, un día, otra nueva tragedia nos conmovió a todos. El helicóptero rojo de mi hermano había aparecido destrozado, casualmente, en el mismo pasillo en que se encontrara el cadáver de Fifí. Según las investigaciones que, como ya era costumbre, estuvieron a cargo de  mi madre, elementos antisociales se habían introducido en la casa furtivamente y habían estrellado contra la pared del pasillo aquel modernísimo helicóptero. En la pared del pasillo eran visibles las marcas de pintura roja que provocara el aparato al chocar violentamente, así como sus hélices rotas en el suelo junto al rotor de cola.
Tres días con sus noches lloró mi hermano la pérdida de su helicóptero hasta que, felizmente, superó la tragedia vivida y volvió a interesarse en otros juegos.

-¿Sigues triste manita? –me preguntó una de esas tardes.
-Ya no tanto... ¿y tú, sigues triste por lo del helicóptero?
-Más o menos...
-Seguro que el que saboteó tu helicóptero fue el mismo que mató a Fifí...
-Seguro. ¿Vienes al parque a jugar?
-Vamos.



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