martes, 2 de agosto de 2011

La Rosa


Si tú sabes quien soy
 ¿Porque no me preguntas porque toco la bruma?
¿En donde me reviento, me hago trizas y espero?
¿Cuales son los calzados que me calzo en la estrella?
¿Y  porque a borbotones sube sangre y no trago?

Rosa Suazo


Tantas veces había soñado parir que su útero, virgen y acuoso, era capaz de  producir vívidamente cada uno de los espasmos de un alumbramiento. Al despertar, justo en el momento en que el consciente se asoma a lo relojes y asume el papel que le corresponde, luego de cumplidos sus ensoñadores devaneos, su piel se adornaba de aristas cosquillosas suspirando  gozosa  el feliz nacimiento de la nada.
Y era entonces, cuando la nada agregaba al día su absurdo toque de realismo, no precisamente mágico, y debía enfrentarse a la amarga sentencia de su pérdida. Que sus ojos, negados a la luz, urdían desacatos en nombre de su niña; que sus manos, incapaces de ser,  rechazaban la burla de no palpar su niña, y la desesperanza la postraba en el suelo, sin piernas con que volar al encuentro de su niña. Sentía una  constante opresión en el pecho latente como huella que anuncia el deseo de ocupar sus brazos. Las páginas de la Biblia, precisamente, aquellas que dan a conocer el milagro en el vientre  de Raquel,  se mostraban desgastadas sobre la mesita de noche.

Rosa, quería un hijo. Su cuerpo breve, fugaz, nunca hubiera podido disimular un embarazo que, en tanto no llegara, iba a dar la impresión a su  menuda figura de no estar completa. Su existencia no merecería su propia consideración mientras no ocurriera en sus adentros el extraordinario y maravilloso suceso de la concepción. Muchos amigos y familiares entendían la urgencia de su búsqueda y, a su manera, trataban de consolarla. No escatimaron consejos, amuletos, oraciones, brebajes... pero cuanta solución le sugerían animosos, Rosa la improvisaba sin  fortuna. Por años visitó a los más reputados  médicos de la ciudad y ninguno pudo  hacer nunca  realidad su  anhelo.

Aquella tarde, sin embargo, la vida iba a cambiar para Rosa. En uno de sus habituales paseos por la playa, semienterrado en la arena,  encontró un aro y, al recogerlo, sintió como en su alma resonaba un jubiloso aldabonazo, la feliz proclama de aquella profecía  que años antes descubriera en la historia de Raquel.  Era una diminuta pulsera de oro que llevaba grabado el nombre de una niña. Para Rosa no era coincidencia, hizo suyo el momento y lo convirtió en magia. Comprendió que pertenecía al fruto de su vientre, el fruto que,  extrañamente, en aquel preciso instante, la estremeció por primera vez, removiendo sus entrañas hasta hacer temblar su pecho y su conciencia, y no quiso esperar más. Esa misma  tarde anunciaría a todos  la llegada de su hija.  Se lo contaría a  los amigos, a su familia, a cualquiera con quien se cruzara. Nunca el camino de regreso a su casa  fue tan grato. Aquel pequeño cuerpo había vuelto a la vida y, entre risas y gritos de alegría, parecía reprocharle a aquel otro que fuera,  su pasada condición. Caminaba erguida, segura de sí misma, saludaba de frente sosteniendo las miradas de todos y casi levitaba cuando, ya en su casa, compartió con todos la buena nueva. Después se encerró en su habitación, dispuso sobre la cama con cuidada parsimonia  las varias batas de maternidad que por años había almacenado y acarició la de color rosa que había elegido para la espera de tan deseada hija. Llenó la habitación de las más hermosas rosas blancas que encontró en el pueblo y hasta se permitió el detalle de comprar una graciosa muñeca de trapo como anticipado regalo para su niña. Entonces, cuidadosamente, siempre protegiendo su vientre,  se acostó en la cama.

Por nueve meses permaneció allí, tendida, cuidando sus movimientos, sopesando cada alimento que llevara a su boca, entre flores y música, y sin dejar de acariciar a la hija prometida. Su vientre fue creciendo  hasta completar aquel cuerpo imperfecto, junto al afecto y la admiración de quienes, más que atenderla, la mimaban.
Desde la ventana de su habitación,  a escasos metros de la playa, soñaba con la tarde en que ella y su niña pasearan su dicha sobre la blanca arena, recogiendo algas secas y caracolas.

Cuando llegó el momento tan esperado sus más cercanos amigos y familiares se dieron cita en torno a su cama. Junto a ella, una partera de absoluta confianza se ocuparía de recoger la criatura. Era tal su júbilo que dos pechos no eran suficientes para contenerlo. Habían sido tantos meses de espera entre cantos de cuna y caricias, entre bordados y  muñecas... A sus oídos sólo el canto de los ángeles podía tener acceso y sus manos temblaban ansiosas por sentirse llenas. Con el mayor de los placeres pujó, con la fuerza y el esmero de dar vida, pujó, con cada uno de sus poros, pujó... hasta que sintió que sus entrañas cedían y que  la sensación de dulce hartura se alejaba. Ladeó entonces la cabeza buscando instintivamente aquel llanto de aliento que tantas veces había soñado, el llanto, el primer llanto de su hija, pero sólo el silencio se aposentó en la cama. Nadie entre los presentes se atrevía a respirar. El estupor había dejado a la partera sin habla. Uno por uno Rosa fue recorriendo todos aquellos rostros petrificados hasta que la vio sobre la cama. Era una  extraña masa oscura y roja, un amasijo sanguinolento, redondeado y sin vida que, rápidamente, empapó las  rosadas sábanas y los ojos desolados de Rosa.

Han pasado los años pero, desde aquel día, Rosa,  cubierta con la misma bata con que no diera a luz,  no ha faltado una sola  tarde a su cita con el mar y, en la playa, sobre la arena, deja pasar las horas como si aquel menudo cuerpo, cada vez más hundido y gastado, hubiera naufragado para siempre a la orilla de aquel parto que no fue. Inmóvil,  pasa las horas, quieta,  varados sus ojos en el horizonte que se le negara y condenada a parir todas las tardes el mismo amargo fruto de su desolación.
Sólo de vez en cuando, Rosa, inagotablemente completa, aprieta contra su pecho una muñeca de trapo y, entre susurros, la consuela con su mejor canción de cuna.

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