martes, 2 de agosto de 2011

La Agonía de los Sueños


Tú no puedes saber
Por que en la ruta de la tierra mojada de silencios
No fuiste entrelazando tus manos con las mías
Imposible viajero,
Tu sonrisa era gris y tu mirada fría.

Rosa Suazo




No me dolía la memoria. Muy al contrario, recordar era, posiblemente, el único ejercicio capaz de confirmarme que alguna vez estuve viva, y sólo cuando rememoraba mis días y rehabilitaba todas mis noches muertas, ponía freno a ansiedades y temores.
Lo que no podía era soñar. Prefería morir despierta y, hoy, cuando las horas se me clavan en las sienes y revienta mi asustada cabeza, el solo hecho de volver a él y enredarme en su sombra, cautiva de sus ojos,  se me antoja deliciosamente enfermizo y  fatal.


Todo ocurrió cuando aún estaba viva, cuando mi vida no era este encierro que ahora peno y mi cuerpo podía sentir y transpirar y estremecerse, cuando soñar no me estaba prohibido.
 Aquella mañana  había acudido a una agencia  en busca de trabajo y sentada en un enorme sofá de piel, espantosamente amarillo,  esperaba que el empleado reparase en mi persona y me atendiera. Entonces lo ví, y todavía sigo sin entender qué me llamó la atención en aquel hombre común, de apariencia común y comunes maneras, pero lo cierto es que, desde que nuestras miradas se cruzaron y él se acodó en el mostrador esperando su turno,  todo lo demás dejó de tener importancia para mí. Ni siquiera el posible trabajo que me ofreciera el empleado de la oficina, empeñado ahora en que yo le prestara atención a él, podía competir con la atracción que ejercía sobre mí el desconocido.
Habían desaparecido los muebles, las personas, las palabras, sólo él y yo existíamos. El sudor empañó mis caderas, mis manos, los surcos de mis ingles. Diminutas gotas de adrenalina cosquilleaban mi nuca deslizándose  hasta la base de mi espalda.  Sólo  imaginar que fueran sus dedos los que hicieran posible el recorrido de las gotas me dejaba sin aire. Un inexplicable deseo de tocarlo, de sentirlo, era la causa de aquella hormonal lucha.  Me aparté del mostrador sin prestar atención a las voces del desconcertado empleado y traté, ni sé cómo, de controlar mis impulsos, de sosegar aquel incendio que asomaba entre mis piernas. Cuando vi los baños me puse a salvo. Sabía que era un recurso momentáneo pero, al menos me sirvió para refrescarme y creer que ponía orden en mis ideas. Al salir, él ya no estaba, se había ido.
No saber quien era el misterioso desconocido  no me inquietaba tanto como volver a experimentar sensaciones que creía limitadas a la que fuera mi adolescencia y que, de más está decir, ya hacía bastantes años había quedado atrás. Decidí achacar a mi apasionado carácter, casi desmedido, mi repentino retorno a los 15 años no obstante ser consciente de que, ni siquiera entonces, se había manifestado de tan orgánica manera.
Al margen de mi natural preocupación por aquel arrebato, en alguien que, como yo, no estaba dispuesta a renunciar a su cordura, me inquietaba lo sucedido y, aún más, pensar que, acaso, nunca volviera a verlo.
Aquel estallido de sensaciones me resultaba deleitosamente nuevo y aprovechaba mis ratos a solas para evocarlo, para reproducir aquel encuentro una y otra vez, sin obviar ningún detalle hasta que salía del baño de la oficina de empleo y, con pesar, descubría que él ya no estaba. Entonces, rebobinaba mis recuerdos y volvía a pasar la cinta.
 Días más tarde ya no me bastaron mis recuerdos. Necesitaba más, aquel encuentro no era suficiente. Descubrir de improviso sus ojos no calmaba mi ansiedad, quería tocarlo, que me tocara. Lentamente, todos mis sueños fueron llenándose con la presencia de aquel desconocido y no había noche en que no nos perdiéramos los dos por cualquiera de las fantasías que el subconsciente reserva a los audaces. Así fuimos intimando, conociéndonos. Arropados por el sueño, ambos descubríamos  nuestros gustos afines, nuestros comunes intereses, coqueteábamos y, aunque no siempre, los sueños más agradecidos se transformaban algunas gloriosas noches en orgásmicos jadeos que envolvían mis oídos y mi boca de cumplidos deseos, de infinito placer.


Debí parar entonces, ponerle freno a aquella locura que ya empezaba a sospechar habría de hacerme daño, pero no lo hice y, poco a poco, los sueños ganaron su batalla a la razón. El deseo crecía, se tornaba obsesivo y, finalmente, un día decidí salir a buscarlo. Sabía   que estaba perdiendo el control completamente  pero no me importaba y,  en su búsqueda, pasé semanas escudriñando la ciudad. Regresé a la misma oficina en donde lo encontrara la primera vez, me senté en todas las plazas, entré y salí de bares, de iglesias,  hasta que, cuando ya empezaba a temer que él estuviera de paso en la ciudad o que se hubiera embarcado tal vez a Filipinas, una noche, a la puerta de un teatro, el destino me lo volvió a poner delante.
 Clavé mis ojos en él,  me aferré a su rostro, a su boca, como si temiera que fuera una visión y desapareciera antes de que pudiera hacerlo mío. Más tarde supuse que a él no le había pasado desapercibida mi desesperación y que, probablemente por ello, algo conturbado, como si yo lo hubiera llamado por su nombre, después de tratar de adivinar en mi rostro algún recuerdo pendiente que justificara mi osado descaro, cruzó a mi lado sosteniendo mi mirada, rozó con su hombro mi estupor, dejándome al pasar un asombrado “Hola”, y se alejó muy despacio a mis espaldas. Yo sólo sentía sus pasos, cada vez más de vagos, más perdidos, pero no fui capaz de seguirlo, de darme la vuelta. Sentía pánico, náuseas. Sabía que, probablemente, no iba a tener otra oportunidad, que nunca más íbamos a volver a encontrarnos, pero mi alma parecía que ya no quería saber de mí, que presa de sus pasos había partido con él y yo quedé en la acera, inerme, sin sentido, desolada. No sé cuanto tiempo estuve allí, no sé si, acaso, todavía sigo a las puertas de aquel teatro maldiciéndome por no haber reaccionado, por no haber sido capaz de asir mi sueño.


Esa noche  recreé  aquel fugaz encuentro para fijar en mi memoria hasta los ecos de sus pasos condenándome al olvido y guardarlos conmigo para siempre. Y soñé con él, con nosotros, y la excitación otra vez traspasó la frontera de la razón. El mordía mi lengua, mis senos, me tragaba entera, y cuando me vomitaba sobre la cama, de nuevo reiniciaba sus caricias yendo y viniendo por mi cuerpo.
 Desperté sofocada. Apenas podía moverme. Sentía en la garganta una amarga sensación. Las articulaciones me dolían tanto que, por un momento, hasta dudé de si no habría sido real nuestra noche de amor, pero el nuevo día me tenía reservada otra sorpresa que me reveló el espejo al devolverme una imagen que no reconocía. Todo mi cuerpo estaba cubierto de heridas. Tenía moretones, arañazos, huellas de mordeduras. La sangre en mis labios me ayudó a comprender el por qué la extraña sensación en mi garganta, y tuve miedo, pavor. No podía creer lo que me había ocurrido ni encontraba explicaciones que me ayudaran a serenar mis ánimos.
En las siguientes noches se reiteraron sueños y consecuencias, sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Ya no era yo quien gobernaba mis sueños sino aquella obsesión que alguna vez fuera placentera y que ahora me estaba empezando a volver loca.
Sabía que necesitaba ayuda pero ¿a quién podría recurrir? ¿quién en su sano juicio me creería? Y tampoco estaba dispuesta a que un psiquiatra acabara diagnosticando lo que yo confirmaba noche tras noche. Sólo aspiraba a recuperar mi estado, volver a ser yo era todo lo que quería.

Traté de evitar el sueño bebiendo grandes cantidades de café, tomé infusiones que yo misma preparaba con hierbas naturales que postergaran mi reencuentro con aquel desconocido; recurrí a pastillas que me mantuvieran despierta, pero nada funcionaba e, inevitablemente, más tarde o más temprano,  terminaba por ceder al cansancio y, el sueño, siempre el mismo sueño,  repetía sus estragos en mi cuerpo, cada vez más débil, más disminuido.
Seis meses han pasado desde entonces, quizás años, supongo que ya perdí la cuenta de mis lágrimas, sin otro alivio que la penumbra en la que me refugio para que no vuelva la luz a desangrar mis ojos. He cubierto los espejos con telas para que no insistan en recordarme quién fui y en qué me he convertido y, desde que despierto, cada vez más herida y ausente, temo que vuelva el sueño y como una sombra infeliz y resignada, deambulo mis tristezas y recuerdos por esta vieja casa clausurada que ya, más que mía es de mi espectro. Hace unos días que no pruebo alimento, sólo pequeños sorbos de agua que espero reducir lo antes posible, hasta que una noche, por fin, ya no vuelva a soñar, ni vivir. 

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