martes, 2 de agosto de 2011

Por la Culpa de un Beso.


Lo conoció en el gimnasio, se llamaba Alfonso y era de nacionalidad española. Desde que lo vio por primera vez se le entumecieron las neuronas. Y no faltaba más, verlo era todo un espectáculo, aquel hombre parecía sacado de un anuncio publicitario de Ralph Lauren. Alto, delgado, con la piel dorada y los ojos grises, todo un adonis. Era imposible no echarle un vistazo, hasta los hombres ofrecían su mirada de inspección para después sugerir con comentarios desinteresados que muy probable era homosexual.
En el ambiente del gym, mi amiga, Teresa, se convirtió en la más fiel admiradora de aquel físico apoteósico. La belleza de Alfonso resaltaba entre los demás hombres como pavo real en medio de un chiquero de marranos. No porque el resto de los hombres no pudieran sacar uno que otro voto dentro de aquella  sociedad admiradora de los lindos,  sino porque el muchacho realmente era espectacular y no existía competencia.
Cuando hablábamos por teléfono no faltaba el comentario sobre Alfonso, podíamos estar conversando sobre la reproducción de la iguana (por nombrar un tema) y siempre terminaba mezclándose el español entre las palabras. De esa forma me enteré de que era actor, su pasatiempo favorito era levantar pesas y había llegado al país unos meses atrás para participar en el casting de una telenovela en la cual fue escogido para  un papel secundario y cuando terminó la filmación decidió establecerse  en el país,  pues según el, estaba enamorado de la gente de la isla.
 Teresa y el  comenzaron a saludarse y pronto se encontraron charlando en medio de una clase de spining. La falta de aire y los goterones de sudor no impidieron que mi amiga mantuviera una conversación armoniosa a pesar de que su condición física no era precisamente la de Anna Kournikova.  Cuando sintió la lengua pesando dos quintales y la saliva arenosa, tomó un sorbito de agua y reanudó la conversación con cara de atleta inagotable.
Teresa atravesaba por un periodo exitoso dentro de su profesión. Era periodista y en aquel momento se desenvolvía  como editora en una de las revistas más importantes y leídas en el país. Tenía 35 años de edad y entre la carrera, el master, los idiomas, el trabajo y  los viajes había postergado la idea del casamiento, error garrafal para una isleña rodeada de agua por todas partes. Aquí, si no te casas antes de los 25 años, en el momento menos esperado y oportuno, se acercan para darte el pésame con una tristeza tal en el rostro que preferirías tener cáncer.   Ya Teresa había superado la pena unánime reservada a las solteronas y en general se sentía feliz. Le gustaba la libertad de no dar cuentas a nadie por sus acciones, de dejar la ropa interior tirada en el suelo y todas esas cositas de las que disfrutan los solteros. Por supuesto, eso no la eximía  del  deseo de conocer a aquel que la hiciera bailar la bamba, la zamba o lo que sea. Con gusto haría el intercambio entre aquella libertad solitaria y el encuentro de un compañero, del indicado. Había tenido relaciones con algunos hombres invisibles, de esos que ni huella dejan y otros que le quitaron el sueño para finalmente dejarla  desparramada en llanto. Cuando apareció el español en su vida, estaba sumergida en el  trabajo y la idea de tener pareja le parecía una visión brumosa. Obviamente no había tenido suerte en las relaciones amorosas y llegó a pensar que lo mejor era prescindir de ellas. Dejar a un lado ese aspecto de la vida y seguir llenando sus días y horas de incontables actividades. Todo muy bien si pudieras programarte, darle a un botón y dejar de sentir, que la piel no te exija a gritos el contacto ni sientas las caderas abrirse como una orquídea salvaje y húmeda. Ese, es otro tema.
Desde que conoció al fulano   y el tema de sus cruces de palabras  y miradas llegaba continuamente a nuestra conversación, sabía que cupido  le había pinchado una nalga dejándola prendada de  su hechizo, era solo cuestión de tiempo. El enamoramiento le brotaba por los poros. Detrás de esa pose intelectual, de esa estampa de mujer segura, yo, su amiga de toda la vida, veía a una adolescente en plena actuación de Los Chamos, aquel grupo de niños venezolanos que tantas lágrimas y gritos ensordecedores nos arrancaron cuando apenas teníamos trece años. Cuando hablaba de el los ojos le brillaban, los pómulos se le encendían, no paraba de mover el pie de  la pierna cruzada y  la arropaba un calor repentino mientras yo, en casi posición fetal, me cubría con doble frazada sobre el sofá y buscaba con ojos desorbitados el mantel de la mesa para también echármelo encima.

-Teresa, no me engañas, te estas enamorando  del español.- le dije.
- ¿Enamorando? Ni hablar, solo me gusta ¿Y a quien no? Dime… ¿A que mujer  no le gustaría Alfonso? Sólo a una ciega. Respondió.-

Y era cierto, a cualquier mujer vidente le gustaría aquel tipo, pero Teresa se estaba enamorando de el y yo sabía (también ella, aunque muy en el fondo) que el español  era un Ken. El  exitoso novio de la Barbie, soltero, codiciado y de plástico. Típico Gigoló que además se involucra con otras muñecas que son  copias exactas de la Barbie pero con otro color de pelo. Alfonso era muy diferente a lo que ella particularmente buscaba en un hombre. No cabía en mi cabeza que Teresa diera tanta importancia a lo físico y lo que es aun peor que se enamorara de alguien solo por esa cualidad. Si, lo reconozco, el tipo se las trae, pero básicamente es solo eso. No había podido nombrarme ni una cualidad más que llamara su atención. Se resumía a eso, un Ken.

 -Teresa, no es mas  una cara linda con aserrín en la cabeza, unas nalgas de acero con aserrín en la cabeza, un cuerpo escultural con aserrín en la cabeza, aserrín, aserrín, aserrín! – le decía agitando las manos como para que me escuchara mejor –
- No te preocupes, no pienso enredarme con el aserrín, solo me divierto nada más. Tu tranquila, sabes que no puedo mantenerme al lado de un hombre que no me satisfaga intelectualmente. Es sólo un juego, una pasión adolescente y pasajera, ya veras.-

Pasó un mes de miraditas seductoras, ronroneos disfrazados de palabras,  roces inadvertidos de las manos. Era tanto lo que me contaba que en  una ocasión no aguante más y me colé en el gimnasio para ahogar la curiosidad. Me coloqué en  un rinconcito inadvertido, detrás de unas matas de palma  y pude verlos conversar. El encaramado en un aparato enorme y negro al cual parecía dominar a la perfección dejando escapar de entre sus pantaloncitos cortos y camiseta unos músculos esculturales que danzaban al ritmo de sus movimientos. Teresa, por otro lado, estaba a su lado sobre una máquina en la que daba pasos altos, como si estuviese subiendo escalones y, mientras lo hacía, batía las nalgas de un lado a otro al compás de la música que retumbaba los espacios de todo el lugar. La sonrisa del español parecía un piano, pero sin las negras, se le veían hasta los molares. Pensé en un anuncio de pasta dental que había visto hace poco. Ella abanicaba las pestañas y parloteaba y reía y una nalga aquí, la otra allá. En definitiva me pareció que disfrutaban lo poco que decían o lo poco que la música les permitía decir.

Poco tiempo después de mi visita incógnita por el gimnasio Teresa se apareció en casa ataviada con ropa deportiva, el corazón galopándole en el pecho y la  boca temblorosa congestionada de palabras. Alfonso, el español, se había empeñado en escoltarla a su vehículo y  en un momento que le pareció una eternidad,  acercó su boca a la de ella deteniéndose lo suficiente como para que pudiera sentir sus labios entreabiertos y su respiración tibia acariciando la comisura de su boca. Después se  retiró con lentitud, dejándole su mejor sonrisa y un  - Hasta luego, ¿Vale?- que le sonó a gloria.

El roce de aquel beso terminó de destruir las pocas neuronas que quedaban en la cabeza de Teresa. Aseguraba que aquel beso era la señal esperada, el signo de que las cosas se conducían  por buen camino, el ademán que sugería el paso de la relación hacia un segundo nivel. Según Teresa, el ¿hastaluegovale?  Que utilizó Alfonso como  despedida,  sugería  una cita esa misma noche, la cita que sellaría la unión de los dos. Los humanos podemos llegar a ser tan tontos. Podemos inventarnos el romance más calido y coronar como rey o reina de nuestro corazón a una persona que acabamos de conocer. Lo hacemos porque tenemos necesidades, vacíos  que nos urge llenar. Entonces pensamos, ¿Por que no? Pero como estamos atrofiados por la pasión cualquier respuesta a esa pregunta, o cualquier otra relacionada con el tema sólo obtendrá respuestas igualmente dañadas, nunca estarán ni remotamente cerca de la realidad. Teresa cayó en las garras de este mal, tan dulce en sus comienzos y tan macabro al final. Mi amiga estaba soñando con pajaritos en el aire, obviamente estaba infectada y el sentido común estaba notablemente atrofiado. Traté de hacerle ver las cosas bajo un nivel práctico, real. Le dije que los españoles utilizan esa expresión muy a menudo y  que quizás tenia más de un significado. Y con relación al beso, le dije que no debía de confirmar nada por algo tan simple. Los tiempos han cambiado, ya los besos no son indicadores de que te has convertido en la novia del muchacho. Los besos de esta época  tienen un sin fin de designios y como ni ella ni yo sabemos interpretarlos y mucho menos sabíamos  que se proponía el español  con aquel besito, le dije que era mejor dejar que el mismo se lo hiciera saber. No me escuchó, me pareció que estaba hablando con la pared.  Mi amiga Teresa, mujer de una seguridad en si misma digna de admiración, comenzó a titubear y a dar pasitos nerviosos de un lado a otro preguntándose en voz alta que se iba a poner, como se iba a maquillar y pidiendo recomendaciones de atuendo. La miraba estupefacta preguntándome que le había pasado a mi amiga.  ¿Adonde rayos esta histérica adolescente con cara de mujer madura, ojos desorbitados y vocecita gritona,  había enterrado a mi Teresa?  Se fue de casa sin despedirse, apurada por todos los preparativos Priore Amore que tenía por resolver dejándome con la boca más abierta que una ventana de doble hoja. Pobrecita, pensaba que era el comienzo de una excitante y devastadora historia de amor, pero fue el fin.

La mañana siguiente llegó a casa con los ojos hinchados, la nariz pelada y una caja de pañuelos desechables debajo del brazo. Alfonso no la había llamado.  Ella trató de contactarlo una y otra vez sin éxito dejando una docena de mensajes en la máquina contestadora de su apartamento. Estaba destrozada, aniquilada. Le quité de las manos el auricular convenciéndola de que era preciso esperar un poco y dejar que el respondiera a la infinidad de mensajes que con voz melancólica en algunos casos y dramática en otros, había dejado grabados. Pero Teresa estaba fuera de si y tardó un par de horas y tres infusiones de té de manzanilla para que descansara. Finalmente durmió por varias horas.

Alfonso no llamó, no apareció por el gimnasio, parecía haberse esfumado de la faz de la tierra. Mientras tanto Teresa se dedicó a llamar (en estado de convulsión)  a todos los hospitales del país, las cárceles y las morgues temiendo lo peor. Demás esta aclarar que no estaba en ninguna de las listas.

Días después apareció en el gimnasio fresco como una lechuga envuelto en su aura de modelo Vogue. Bastó con mirarlo algunos segundos para que Teresa se diera cuenta de que al figurín  no le había pasado nada, al contrario, se veía más fabuloso que nunca. Se acercó a Teresa con aquella sonrisa de media luna y le dio un beso en la mejilla para luego repetir el maldito ¿hastaluegovale? que había confundido (según Teresa) las pretensiones de aquel día. Y se fue muy campante a dominar su monstruo elíptico o como se llame aquel aparato. Pero ella no asumió la realidad que se desencadenaba. Su disco duro no asimilaba que ella  no le interesaba para nada, que si en algún momento el español coqueteó con la idea de tener algo con ella (que particularmente no creo pero me someto al beneficio de la duda) se había esfumado cuando le abarrotó la máquina contestadora con aquella montaña  de mensajes ridículos. Al contrario, Teresa  siguió descendiendo en el camino de la indignidad. Trató  por todos los medios de comunicarse con el vía  teléfono inventándose un ademán de excusas sin base  para  llamar su atención, a lo que el hacía caso omiso.

 Alfonso evitaba su presencia, esquivaba su mirada y no es una actitud de juzgar, mi amiga estaba concretamente desquiciada. Un espectáculo realmente deplorable. Es increíble lo que estamos dispuestos a mentirnos frente a la pasión que no es más que un cuento creado por nosotros mismos. Un cuento que alimentamos día a día, momento a momento, para que luego nos devore sin piedad. Nos volvemos creativos inventando historias que mermen la realidad, que alimenten un sueño que se escapa inexorable como agua entre los dedos.  Aguantamos  en demasía, hasta lo más insólito. De repente, a veces a tiempo, otras ya muy tarde, comienza a pasar el efecto de la locura y los sentidos vuelven otra vez a ubicarse entre los rieles de la razón. Llega el momento de la terrible  caída, ese abismo en espiral que nos absorbe sumiéndonos  en un sentimiento de desamor que te carcome los huesos y te deja hecha añicos. Ahhh…. ¿Y como olvidarnos de  la vergüenza? ¿De las preguntas sin respuestas? Se hace presente  esa vocecilla martilladora  que te revienta el cerebro de tanto repetirse ¿Como pude caer en algo tan bajo? ¿Como pude arrastrarme por el piso de esa forma? Regresó la mujer analítica, profunda, intelectual y quería destrozar a puñetazos a esa chica estúpida y tarada que había ocupado su espacio, a esa adolescente enamorada e irracional en la que se había convertido. Una mezcla de indignación y la tristeza más profunda se apoderaron de Teresa. Deambuló sin sentido por semanas apretando los puños para contener la ira que sentía con ella misma. Finalmente un día se levantó de otro ánimo, dijo que había sido una boba, una inconsciente, que tenía mucho trabajo atrasado y que no iba a permitir que el eco de su  error y un  mequetrefe  continuaran ocasionándole malos ratos. Así salió de la unidad de cuidados intensivos para descorazonados.

Ayer Teresa fue al gimnasio y allí estaba  Alfonso. Cuando lo vio sintió como le bailaban mariposas en el estomago, aunque esta vez no estaba segura si eran  vestigios del enamoramiento, producto de la vergüenza o letargos de la rabia. Quizás todos los sentimientos a la vez. Pensó en desviarse del camino, hacerse de la vista gorda, pero prefirió encarar la situación.  Ya había cometido muchas niñadas y quedado como una desquiciada ante sus ojos. Contó hasta diez y llenando  sus pulmones de aire  se  acercó  procurando lucir relajada y serena. Lo saludó con un beso amable  en la mejilla  y siguió su camino dando por terminado el encuentro  y cerrada la  posibilidad de entablar conversación. Teresa  miró hacia atrás y le dijo: - ¿Hastaluegovale?-

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