El canto del gallo indicó a María el comienzo de su afanoso ritual. Llevaba 15 años cumpliéndolo desde el asomo del alba sin excepción. Lentamente se incorporó de la cama, le dolían los huesos. Recordó las arcadas de estomago que le produjo el olor nauseabundo de su marido cuando entró en la habitación, apenas tres horas antes, después de una de sus acostumbradas parrandas. Juan, su marido, había asaltado su cuerpo entre el olor a col podrida y estiércol, dejándola llena de odio y moretones. Un mar de lágrimas se apresuró a sus ojos, se mordió los labios para no estallar y un sabor a sangre invadió su boca. Lo miró con el rabillo del ojo, tendido boca arriba con aspecto de animal salvaje satisfecho. Un hilillo de saliva espesa se derramaba hasta su oído. Sintió repugnancia.
Aceleró sus movimientos, se le había hecho tarde. Entró al cuarto de baño y tomó dos cubetas de agua de las diez que había cargado la noche anterior. En esa zona de la ciudad apenas fluía el agua por las tuberías y el almacenamiento a diario era imprescindible. El líquido revivió la carne entumecida, con esmero enjabonó su cuerpo deseando arrancar el olor a queso rancio que dejaba Juan como huella en su piel. Una letanía de recuerdos angustiosos se apuñaron en su cabeza.......y en su pecho. Invocó a todos los Santos que recordaba desde niña, a la Virgen de la Altagracia (fiel patrona de su pueblo) y al divino niño Jesús. Selló sus súplicas en auxilio, implorando la ayuda de todos sus muertos. Mentalmente los alineó y les preguntó a cada uno hasta cuando tendría que soportar tanta vejación. Secó su cuerpo sin dar importancia a la firmeza de sus carnes, a la gracia de sus curvas, a la suavidad de su piel. La juventud se imponía entre la amargura y el atropello.
A medio vestir se dirigió a la cocina, el aroma del café animó su estado. Comenzó a preparar la cena de ese día. Tenía que dejar todo a medio terminar para sólo llevar los alimentos al fuego a su regreso del trabajo. Rápidamente preparó el desayuno de los niños y sus respectivas meriendas para el colegio. Apiló la ropa sucia, como cada martes, las separó por color y las puso en remojo con detergente. El proceso ayudaba a que la mugre se ablandara y facilitara su lavado a mano. Las manecillas del reloj trotaban animosas desafiando la agilidad de María. Nueva vez acudió a sus Santos y demás guardianes para pedirles que el horario del agua se extendiera esa noche para poder lavar el montón de ropa que se había acumulado en la semana. Organizó y barrió la sala.
Al entrar en la habitación de los niños, se iluminó su rostro. Se acercó despacito e inclinándose los besó con ternura. Diariamente les despertaba entre infinitas caricias y susurros de canciones. Abrieron los ojillos y se sumaron al ceremonial de su madre llenándola de mimos y sonrisas. María sintió mariposas revoloteando en su estomago. De puntillas, sin hacer ruido, los niños se levantaron de la cama. Con la ayuda de su madre se asearon y vistieron el pulcrísimo uniforme reglamentario sin emitir sonido alguno. Sabían que cualquier movimiento en falso podría despertar a la bestia, actuaban muy cautelosamente, no deseaban otra revuelta en casa. Otra no.
Tomaban los niños el desayuno mientras terminaba María de vestirse. Frente al espejo se esfumó su mirada y aquella superficie, siempre rica en imágenes, colores y formas le pareció un agreste desierto. En un breve instante galopó su vida y la melancolía le arrebató el alma. Las voces de los chicos indicaron el camino de regreso. Volvió a ver sus pupilas reflejadas en el cristal, se espantó. Antes de marcharse encendió el acostumbrado cirio a su virgencita – Si ella, la mismísima madre de Dios no la ayudaba, ¿entonces quien? Cerró la puerta.
Nueve horas más tarde María regresó a casa. Se disponía a la tarea de almacenar “el agua de cada día” cuando encontró en la bañera el cuerpo inerte y desnudo de Juan. El hallazgo la sorprende, no entiende lo que ve; por segundos piensa que el cansancio le ha jugado una broma pesada. Aclara su vista y lo sigue viendo, no es un hechizo de Yemayá o Metresilí. .El frió invade su cuerpo, siente que se le congelan los huesos, no puede moverse, no puede respirar. Con asombro nota un pequeño charco de agua entre sus pies que amenaza con evaporarse. ¿Acaso olvidó secar el suelo del baño en la premura del ritual matinal? Llevándose la mano a la frente auto-consoló la culpa sentida pensando que el alcohol es un arma mortal, única culpable de la muerte de Juan, su alfa y su omega. Corrió hasta posicionarse frente a la imagen de su entrañable Virgen, pudo verse reflejada en el iris de animal disecado que adornaba el angelical rostro de cerámica de la más Santa de las mujeres. Lentamente apagó con un ligero soplo el cirio y con gesto de complicidad sonrió.
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